La naturaleza de la función que desarrollan los supervisores escolares ha estado asociada a la vigilancia y el control, particularmente en lo que se refiere a la observancia de las disposiciones que emite la Secretaría de Educación Pública y/o que están establecidas en el marco legal-normativo para el trabajo escolar y docente. Esta intención fiscalizadora ha cohabitado débilmente con la tarea de apoyar a los docentes en su quehacer pedagógico-didáctico. Desde los años 30 del siglo pasado “se invitaba al inspector a no tener un papel pasivo en la vigilancia de las escuelas, y se le sugería estimular a los maestros para trabajar mejor, ilustrarlos sobre los nuevos métodos de ense-ñanza, darles clases, si fuera necesario, y controlar la acción educativa en el aspecto técnico, económico y social. Para realizar esto, se le recomendaba recurrir a la planeación de sus actividades” (García Ruiz, 1943)
La función supervisora se complejiza y diversifica aún más con la creación del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) en 1943, en tanto que, además de las funciones de vigilancia, control, fiscalización y el incipiente apoyo pedagógico, expresadas en una autoridad administrativa rigurosa, se le “otorgaron” funciones para el control laboral al intervenir en la contratación, asignación de adscripción, cambios en la adscripción, sanción y cese de los maestros (SEB, 2010). Este tránsito de la función supervisora prevaleció hasta la década de los 90´s donde emergió con cierta fuerza el paradigma de la gestión frente al paradigma de la administración. Desde esta época se comenzo a plantear entonces un giro importante en las funciones de la supervisión al atribuirles tareas más orientadas al ámbito pedagógico y de desarrollo profesional de los docentes. La figura del supervisor se presentaba ahora como un actor mediador para la apropiación de las propuestas curriculares y pedagógicas por parte de las maestras y maestros. Mediador entre la SEP y los docentes de la política curricular. De esta manera, en la práctica el supervisor escolar se instituye como un experto, ubicado jerárquicamente en la parte superior de la estructura operativa del subsistema, supuestamente más conocedor de los asuntos curriculares y pedagógicos de las escuelas que quienes la viven propiamente. Esta posición jerárquica se manifiesta al definirlo como un agente capaz de emitir juicios de valor sobre las prácticas docentes cotidianas de los docentes, con base en experiencia propia y conocimiento, así como de las orientaciones y documentos administrativamente instituidos.
Hoy en día, los supervisores juegan un papel importante en la mediación de las políticas curriculares para que las maestras, maestros y directores se apropien de ellas y las desarrollen en su práctica. El dispositivo para ello es el Consejo Técnico (de Sector, de Zona y de Escuela). Instalados en esta lógica verticalista de “información y capacitación”, las supervisores y supervisores escolares se asumen en su naturaleza: vigilantes y evaluadores del buen desarrollo de los procesos pedagógico-didácticos que desarrollan los docentes. Y hasta aquí, parece que “todo esta bien”, sin embargo, cuando uno se adentra en las formas, procedimientos y enfoques con que se desarrolla esta tarea, se advierten anclajes a una supervisión autoritaria, verticalista y, en ocasiones, amenazante. La solicitud indiscriminada de “evidencias pedagógicas”, indicaciones para la regulación y control de procesos (planeaciones, evaluaciones, informes), actitudes de intimidación con las “visitas de supervisión”, son ejemplo de ello.
Llegamos entonces a un punto que he planteado desde hace bastantes años: ¿Quién evalúa el desempeño de los supervisores? En el panorama actual, donde hay una exigencia amplia para que los docentes desarrollen el enfoque curricular, metodologías integradoras y colectividad, documentando todo el proceso, uno se preguntaría si los supervisores tienen la misma exigencia: ¿Desarrollan un enfoque de gestión innovador? ¿Han realizado “lectura de la realidad” de su zona escolar? ¿Han elaborado un programa analítico para el desarrollo profesional de docentes de su zona? ¿Han elaborado fichas descriptivo-analíticas de cada docente de su zona? ¿Tienen un proyecto pedagógico-institucional para su zona? Entre muchas otras cosas. Y si no lo tienen ¿quién los evalúa? ¿quién los supervisa? ¿quién se los exige? Sin duda alguna, hay lagunas en la evaluación de desempeño de algunos actores que la Nueva Escuela Mexicana debe considerar para no centralizar las exigencias y culpas únicamente en las maestras y maestros.