¡La Casa!
La Casa de los Perros está ubicada en el centro de Guadalajara, rodeada por un trajín urbano que no se detiene ni para respetar el misterio. Su nombre, que podría ser el de una cantina o de una peluquería para mascotas, proviene de las dos estatuas de perros raza Pointer que adornan su azotea. Según me informan los locales, el edificio está embrujado y son comunes las apariciones espectrales, además de que la escultura que mira a la catedral baja de su pedestal en la víspera de la Romería.
Cuando le dije a Gerardo Lammers, director del Museo del Periodismo y las Artes Gráficas que alberga la casona, que quería pasar una noche allí, me miró con una mezcla de intriga y emoción. “Las historias paranormales atraen visitantes, pero lo importante es compartir eventos de calidad para el público”, dijo mientras me mostraba la exposición permanente de objetos históricos del periodismo tapatío. Al platicar con él me enteré de que también es cronista, y que escribió el libro “Historias del más allá en el México de hoy: Crónicas esotéricas”; si consideramos que estoy incursionando en el periodismo paranormal, somos colegas por partida doble.
Luego de obtener el permiso, me preparé mentalmente para penetrar en terrenos donde gobierna el misterio. Tenía claro que este lugar no era un inmueble cualquiera, sino un sitio que aloja el imaginario colectivo de lo sobrenatural: Renata, una de las guías del museo, me relató cómo en una ocasión, durante una guardia, una voz profunda le susurró “¡Váyanse!”, dejándola petrificada. “No podía moverme. Fue como si algo me detuviera”, confesó. Por su parte, Sergio, exguardia de seguridad de la casona, aseguró haber sentido la violencia de una “entidad” que lo pateó en sus guardias nocturnas y que incluso dejó en su cara y cuello un arañazo inexplicable.
Pero nada de eso me iba a detener, ni tampoco a mi redacción de noticias de ultratumba. Mis acompañantes en esta empresa fueron Fernando y Tere, dos estudiantes de periodismo del ITESO. Fernando llegó preparado como si fuéramos a cazar vampiros: llevaba escapularios, estampas de santos en sus bolsas, un algodón con aceite bendito en el ombligo (“los entes malignos entran por ahí”, me explicó) y una faja de chamán que repelía energías negativas. Tere, en cambio, mostraba una sonrisa escéptica, pero aceptó un rosario que me compré en Paseo Alcalde por si nuestra entrevista con los fantasmas requería apoyo de los altos mandos celestiales.
Decidimos dividir nuestra exploración en etapas, y comenzamos con un recorrido general para familiarizarnos con el espacio. Estábamos algo nerviosos, aunque tratamos de mantener la compostura, pues es lo que se espera en nuestra profesión, especialmente cuando se trata de hacer periodismo de lo espeluznante. La casona mantenía su aire de misterio, y hubo momentos en que mi cuerpo se resistía a avanzar frente a sus pasillos inquietantes. Mi fórmula para superar esas parálisis momentáneas fue la misma que utilizo en ocasiones semejantes, cuando siento miedo ante misterios de ultratumba: “hay que tener más miedo a los vivos que a los muertos”, una frase inapelable de la sabiduría popular que me enseñó mi abuelita Elvira. Por otro lado, nuestra mejor arma fue el humor: las bromas espontáneas y las risas compartidas llenaron el espacio con una energía que parecía desarmar cualquier oscuridad.
La noche avanzó y decidimos hacer un recorrido por todas las salas en un horario típicamente espectral, pero no presenciamos apariciones, ni escuchamos voces demoniacas, ni nos tropezamos con sombras inexplicables. Solo estábamos nosotros, enfrentando el eco de nuestros propios pasos. Para ser honesto, esta búsqueda no fue para obtener una exclusiva con espectros del más acullá, sino que fue una oportunidad para enfrentar mis propias inseguridades. Quizá los fantasmas son una excusa para nombrar aquello que tememos enfrentar a plena luz; tal vez el verdadero peso de la Casa de los Perros no está en las historias que se cuentan, sino en lo que nos obliga a mirar dentro de nosotros mismos.
En conclusión, la Casa de los Perros no nos reveló nada sobrenatural esa noche, pero nos enseñó que las mejores historias son las que construimos con dos ingredientes: la realidad y nuestra propia capacidad para exagerarla.