A la memoria de Angela Branigan
Permítaseme hacer una remembranza personal. Aún cargo la nostalgia que me abraza en las temporadas decembrinas y, por lo demás, tendré espacio para escribir de plagios y cosas peores. Pido, pues, una prórroga de una semana para reinsertar esta columna en el tráfago político y hacer de esta la última reflexión vivencial del año viejo.
Cuando nuestros padres se van nos descompletan. Nuestras almas están, en cierto modo, adheridas a las suyas, y la separación nos arranca jirones de piel anímica. No importa la edad; yo perdí a mi papá a mis 48 años y resentí un golpe de orfandad. Ya no podía recurrir a su sabiduría. No me refiero a su erudición académica —tengo sus textos para revisitarla—, sino a su penetrante mirada a los hondones humanos. Así, cuando empecé a escribir estas líneas, justo el 31 de diciembre, me pregunté una vez más qué diría él de lo que pasa. ¿Qué prescribiría para contrarrestar la iracundia en este mundo “post”, el de la post democracia, la post verdad, la post racionalidad?
Creo adivinar sus respuestas. Deploraría la desmesura que, disfrazada de radicalismo, nos avasalla. Diagnosticaría que lo que aqueja a la humanidad no es una enfermedad ideológica sino ética, una suerte de insuficiencia moral, y que la polarización no es una estrategia política sino una estratagema psicológica: una manera de procesar resentimientos y saciar una sed de revancha que, una vez desacreditada la deseabilidad del perdón, se enseñorea de la sociedad. Como buen agustiniano que era, argumentaría si no se ama no se puede hacer lo que se quiera, porque entonces manda el egoísmo. “Cuando no hay amor, hijo, no hay compasión, no hay nada: necesitamos construir la civilización del amor”.
Sí, creo que la idea que me asalta de tiempo atrás viene casi telepáticamente de él. Detrás de los nuevos extremismos hay un rencor que no se atreve a pronunciar su nombre, un enojo tan grande que no puede agotarse castigando a los malos de hoy y que por eso se lanza contra los de ayer y de mañana. Y es que los malos de verdad, aunque son bastantes, no alcanzan para desahogar tanta rabia, y hay que inventar malos por fatalidad hereditaria. Dime a qué clase social o grupo étnico o tradición perteneces y te diré qué pecado original e inexpiable arrastrarás hasta el fin de los tiempos.
Tengo para mí que mi padre, filósofo culto, exclamaría ¡para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo! Revertir la era de la ira no es asunto de ideologías: es un imperativo de mesura y de generosidad. Sin negar la cruz de su parroquia reiteraría su rechazo al individualismo y al colectivismo y apelaría al solidarismo cristiano, con sus valores por delante. Antes de discernir izquierdas y derechas enseñemos a la gente a perdonar y a escuchar al Hijo del Hombre, exigiría: cualquiera ama a su amigo; solo un verdadero revolucionario es capaz de amar a su enemigo.
Adivino que eso diría mi papá, quien por cierto cumpliría 100 años en este 2023. Claro, preferiría mil veces preguntárselo, reanudar aquellas reuniones en que discutíamos cualquier discrepancia menos la única irreconciliable: él Tigre, yo Rayado. Pero la realidad es canija y solo deja espacio a la memoria. Con ella en ristre lo invoco para escuchar la canción de Piero que le recordaba a mi abuelo y que ahora me lo recuerda a él: Viejo, mi querido viejo…
Agustín Basave
@abasave