Cultura

Vuelo

Hace unas semanas me tocó viajar en avión. Fue un viaje largo. En la sala de espera me puse a platicar con un tipo flaco y alto, cuyo asiento estaba junto al mío en el avión.

–Trabajo para una empresa farmacéutica –dijo, mientras esperábamos a que la aerolínea anunciara el abordaje–; viajo muchísimo; apenas me queda tiempo para descansar. Se acomodó los lentes y continuó: –He acumulado tantas millas de viajero que me puedo agendar un viaje a la puta Luna si así lo deseo. Paso tanto tiempo conmigo mismo que he aprendido a despojarme de mis relaciones; no ha sido fácil, pero créame que al final ha sido lo mejor. Entonces noté un cierto temblor en su tono, una inquietante deflexión en su voz y una cierta oscuridad invadió sus ojos que lo llevó a quitarse los lentes y a limpiarlos con una toallita. –Todo esto comenzó cuando mi mujer, harta de mi ausencia, se fue con otro. Lo mismo ocurrió con mis viejos amigos; después de un tiempo dejaron de llamarme. Ya se imaginará usted cómo fui progresivamente perdiendo interés por las relaciones sólidas, las duraderas, las que nos dicen que debemos procurar, los esquemas con los cuales nacimos. Pero tampoco vaya usted a creer que me he convertido en un ermitaño, un arisco encerrado en sí mismo, un antisocial: nada de eso. Es solo que los viajes me han abierto otra posibilidad, otra realidad. Y así prefiero estar, sin familia y sin amigos. Mis relaciones son como esas baratijas desechables y banales que se compra uno en las tienduchas de los aeropuertos; producen una sensación instantánea de bienestar, una emoción momentánea que genera un recuerdo volátil y estéril. Mire, para mí viajar es desprenderme de mi pasado, es estar y no estar, es deambular sin compromiso. No tengo casa, deudas, ni familia; no me reporto con nadie. Cada quien tiene a los amigos que quiere, la familia que le toca y las relaciones sociales y empresariales que le convienen: las primeras dos no me interesan ya; me quedo con lo que me conviene, soy libre. Mis "amigos" en redes sociales no significan nada; fácilmente puedo bloquearlos y de pronto ¡pum! Desaparecen.

Miró los aviones en la pista y haciendo un ademán preguntó: –¿Se puede uno andar por la vida completamente anónimo? –Hasta cierto punto –contesté–.

Me parece que hoy en día todos buscamos tener relaciones con los demás, pero manteniendo cierta distancia; queremos escapar, pero sin abandonarnos del todo al camino y sus caprichos y circunstancias. Entonces una señorita llamó a abordar, hicimos fila y fuimos avanzando hacia el interior del avión. Al tiempo nos sentamos; los pasajeros terminaban de acomodar sus bolsas y maletas en los compartimientos superiores; unos miraban alrededor, otros se sumergían en las redes sociales de sus celulares. –Me encanta viajar–, declaró; he visto de todo y conocido a una miríada de gente. Siento que paso más tiempo encima de un avión que en tierra; mis superiores ofrecieron una cierta cantidad de vacaciones y otras prestaciones, pero me negué: les pedí me dieran más trabajo para poder pasar más tiempo volando y viajando. Así he logrado hacer una fortuna, pero no tengo en qué gastarla. Supongo que si llego a viejo y decido no trabajar me podría comprar una casa en alguna playa y morir ahí.

De pronto llamaron a abrocharse el cinturón; el avión comenzó a moverse hacia la pista. –Espero no se ofenda si lo ignoro durante el vuelo: odio conversar en estas circunstancias, me parece que es de perdedores, de gente insegura, ansiosa y abandonada. –No se preocupe – contesté–; a mí tampoco me gusta charlar en un avión: para eso cargo con mi libro y audífonos, por si a alguien se le ocurre interactuar. Asintió y dejó escapar una risilla. Entonces nos dimos un fuerte apretón de manos, deseamos un feliz viaje y durante el vuelo sentí estar al lado de alguien que en realidad no estaba.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
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