Cultura

Uber

Estoy en Polanco y he terminado de cenar. Voy de regreso al hotel, a Tlalnepantla. Pido el Uber. Y como de costumbre, tienen que pasar más de seis choferes antes de que uno finalmente acepte el viaje. No me queda claro por qué estos miserables pendejos aceptan primero el viaje y luego te lo cancelan. Pienso que, en el transcurso de llegar por ti, reciben solicitudes de viaje más redituables o cómodos para ellos. O tal vez porque deban cumplir con un mínimo de viajes por mes, o ir hasta Tlalnepantla les queda lejos, no lo sé. El caso es que, al final, siempre es mejor para ellos, pero el cliente se jode. Me gustaría que a estos hijos de puta les cobraran una comisión por cancelar, así como lo hacen con nosotros.

Bueno, por fin llega mi coche. El chofer saluda. Conversamos. No suelo hacer esto, pero como vengo medio bebido del restaurante, vengo relajado y me entrego a la conversación. Además me sirvo un poco de whisky en un vaso desechable con hielos y así la cosa mejora. Le pregunto al chofer por qué coño me cancelan siempre tantos viajes. Responde que no les conviene. —Mire, —revela—, yo tomé este viaje porque es el último de mi día y me queda rumbo a mi casa. Vivo en Texcoco y pues estos son mis rumbos. Acepta que lo correcto es evaluar el viaje antes de aceptarlo. Hablamos entonces sobre las peripecias de andar todo el día en la calle (especialmente en la Ciudad de México, monstruo laberintoso y caótico). —No es fácil, —admite—, aquí uno debe estar atento porque todo puede pasar. Si ves a alguien que trae prisa o que viene atrabancado, déjalo pasar. Quién sabe si anda tomado, con drogas o, peor: con armas. Y en cuanto al transporte público, le cuento que es un asunto de precisión; hay que saber ponérsele a un microbus a lado, atrás y enfrente. Y aún así, siempre salen con sus mamadas y la cosa termina mal. Aceleramos por el Periférico. Hay tráfico pero he visto días peores. Me recordó los “trancones” (embotellamientos) en Bogotá: de pesadilla. —Ah, pero esto no es nada, —aclara—; hace unos días me tocó la marcha feminista. Mire, yo entiendo que ellas, o cualquier otro grupo, decidan manifestarse, pero terminan jodiendo el tráfico, y yo paso doce horas al día trepado en mi auto, no me chinguen. Le pregunto entonces cómo pasa su tiempo en el carro. —Pues mire; lo mío es el radio, la música, por eso ve usted que le pongo mucha atención a lo que vengo escuchando. Rara vez converso con los pasajeros. Hoy fue una excepción porque, ¿sabe?, lo reconocí. Usted es el de MasterChef. Cuando mi mujer, mi hija y mi suegra se enteren que lo traje, se van a desmayar. Así me quedó claro que el radio para este chofer es una conexión lógica con la realidad. Porque andar arriba de un vehículo todo el día es alienante. Corre el peligro de convertirse en un ser automatizado, deshumanizado. Y también hay que entender que existe un acuerdo tácito entre chofer y pasajero: lo que se da aquí es un intecambio de servicios, no de emociones, entonces uno no viaja aquí para hacerse amigo del chofer.

Ya falta poco para llegar. Le pregunto cuántos tiene. —46, —contesta—, y fíjese que ya no es lo mismo; tanto tiempo encima del auto te va desgastando, y la verdad, ya se me cansa el caballo.

Llegamos. Me pide un videíto para su mujer, su suegra y su hija. Por supuesto.

Gracias por el viaje. Quizá lleguemos a encontrarnos en otro recorrido, uno nunca sabe.

Subo al cuarto y en el elevador voy pensando en cómo ve uno pasar la ciudad y sus luces, así, tan rápido, tan sin prestarle atención, sin pensar en que, tal vez, lo importante sea el recorrido, no el destino.

Adrián Herrera


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