Nietzsche ya había perdido la razón y su hermana lo cuidaba. Una tarde el filósofo deambulaba por su casa cuando la encontró llorando: –¿Qué ocurre?, ¿acaso no somos felices?–, le increpó.
Paseando por el centro comercial entro a la librería. Camino pacientemente por los pasillos, escudriñando, esperando ser sorprendido por algún título. De pronto me encuentro, una vez más, con un viejo amigo: Bertrand Russell. Ah, sí, un libro que recuerdo haber leído hace ya tantos años: La conquista de la felicidad. No lo pienso dos veces y lo pago.
Al día siguiente comencé a leerlo. Siempre cargo con una mochilita con mis cuadernos de apuntes, una cámara y un libro. Esa tarde me senté en una mesita y me puse a leer. Se acercó un conocido a saludar: –Hola, ¿qué lees? Entonces le mostré la portada. –¡Ay Dios!, nunca pensé que fueras a leer algo así–, exclamó.
Claramente nuestro amigo no sabe quién es Bertrand Russell y lo ha confundido con ese montón de autores mediocres y oportunistas. El título engaña y es fácil caer en la trampa. Y bueno, no es un libro de autoayuda y superación. A todo esto me pregunto, ¿puede uno autoayudarse? Supongo que, hasta cierto punto, podría ser. En el fondo estos libros no son más que placebos azucarados, redundantes y diluidos aforismos homeopáticos dirigidos a fracasados, deprimidos, confundidos, atolondrados, desubicados, alucinados, alterados, ingenuos, desfasados, acarreados, atarantados, conformistas, autómatas, paralizados y gente desprovista de volición y raciocinio.
El brevísimo prefacio del libro de Russell deja bien claras sus intenciones:
“No encontrarán en estas páginas ni filosofías profundas ni erudición. Tan solo me he propuesto reunir algunos comentarios inspirados, confío yo, por el sentido común”.
Un poco más abajo declara que:
“Lo único que puedo decir a favor de las recetas que ofrezco al lector es que están confirmadas por mi propia experiencia y observación, y que han hecho aumentar mi propia felicidad siempre que he actuado de acuerdo con ellas”.
Ahí lo tiene: sencillez, brevedad, objetividad, humildad y honestidad. No esperaba menos de un filósofo del tamaño de Russell. Ah, otra cosa; Russell habla de él, sobre él y para él. Es su experiencia. Al compartirla supone no que habrán personas que estén de acuerdo o que se sientan afines o identificadas con sus ideas, propuestas y vivencias, sino todo lo contrario: sabe que será leído por personas que van a cuestionar o a oponerse a sus posturas. Pues ese es precisamente el tema con los filósofos, el rechazar ser adulados, sino cuestionados, siempre.
No dejo de pensar en la escena de Nietszche y su hermana. El filósofo ya había perdido la razón y no comprendía el desencanto de su hermana. Eso me lleva a pensar que tal vez la razón y la locura tengan alguna relación íntima. Creo también que no se puede ser feliz mientras se piensa en ello, pues el mecanismo se desactiva automáticamente. Solo se es feliz cuando vivimos como idos, arrebatados, sin conciencia de lo que ocurre dentro de nosotros. Es una especie de reflejo involuntario. ¿Aplica esto para los idiotas? Dice don Miguel de Unamuno:
No me mires así a los ojos, hijo mío,
no quiero que me arranques mi secreto,
y cuando yo te falte
sea el veneno de tu pobre vida.
Nunca, nunca, la sombra de tu padre
te vele el sol de la alegría dulce.
¿Alegría te dije?
No, no te quiero alegre,
pues en la tierra
para vivir alegre
menester es ser santo o ser imbécil.
De imbécil, Dios te libre,
y de santo… ¡no sé lo que decirte!
Las personas que piensan y reflexionan están llenas de dudas, de ataques de ansiedad, de olas depresivas, arrebatos de ira y exabruptos varios. No se puede ser feliz así. La felicidad, pues, consiste en no saber que se es feliz y un buen día darnos cuenta de que, de tanto buscar este estado, siempre lo fuimos, y entonces caer en depresión por no haber sabido reconocerlo y vivirlo, y terminar creyendo que siempre fuimos desdichados.
Sin embargo, los más afortunados, los pocos, lo logran.