Cultura

Sepulturero

El viento silba entre los cipreses y a ratos parece que aúlla. Denso, el cielo se arremolina, se comprime y apenas deja pasar la luz del sol. Es tarde y hace frío; los primeros días de otoño traen vientos que ya castigan la piel y nos traen recuerdos dolorosos.

Alguien cava una tumba. Se escuchan el chillido de la pala entrando en la tierra y la respiración agitada del sepulturero. Ya termina su jornada; sale de aquella fosa, se limpia el sudor, da un trago a un bote de agua y atraviesa el cementerio hasta la mesita donde lo espero.

-¿Cuándo te iniciaste en esto?

-Uy, desde los 12 años. Mi abuelo hacía las lápidas, mi tía vendía flores allá afuera y mi papá era enterrador. Yo hago de todo; lápidas, fosas, y hasta de encargado del panteón.

Rodeados de cerros pelados color ocre y gris se respira un aire mineral y a yerba seca. El graznido lento, ronco y profundo de un cuervo resuena en el campanario de la iglesia.

-Este cementerio es como de 1870; la iglesia ya estaba cuando lo construyeron y dentro puede usted ver la cantidad de gente enterrada. Ahí están los mosaicos con los nombres y los años que vivieron esas gentes. La mayoría no tiene familiares vivos, descendientes; son solo parte de la historia de este pueblo. Pero en la parte de afuera sí hay mucha relación entre los muertos y los vivos; seguido tenemos servicios funerarios. Todavía queda mucho terreno para guardar gente, por si quiere separar su lote.

Reímos y bebemos. Traigo una botellita de brandy y el enterrador lo festeja, pues de ese no se consigue en el pueblo.

-¿Hay fantasmas aquí?

-Eso dicen. Yo no lo creo, no he visto nada. Y mire que he pasado noches y la verdad, nada. -¿Ha escuchado cosas? –Sí; ruidos. Siempre los hay, pero solo son ruidos.

-Me imagino que ya tiene su tumba lista.

-Por supuesto; es una costumbre de familia. Está por allá, donde se termina la barda; el agujero está tapado con losas, ya está listo. ¿Me cree que hasta la lápida está labrada? Mi hijo la va a terminar (¡falta ponerle el año de muerte!).

Bebemos, reímos.

-¿Su hijo es enterrador?

-No; empezó como tallador de roca, de ahí se pasó al INAH y hoy anda de escultor. Le va bien.

-¿No le afecta estar viendo y escuchando constantemente los clamores del sepelio?

-No. Los que lloran y gritan son los muertos, que no aceptan estar muertos y no quieren que los entierren. Por eso hay que echarles tierra encima, para no escucharlos.

-¿Le gusta poner música mientras trabaja?

-Antes sí, ya no. De unos años para acá me gusta más el silencio y luego el chiflido del aire en los cipreses, las hojas arrastrándose sobre las lápidas y el eco de los perros y los pájaros en la distancia.

-Imagino que debe ser muy relajante estar aquí.

-Pues sí; nadie lo molesta a uno porque esto no es un parque, es un cementerio. La gente viene aquí a enterrar a su gente o a dejar flores. Y uno que otro loco como usted que le gusta sentarse a beber y a escribir.

Reímos y bebemos más. Ya casi se termina la botella. Intoxicados, vemos un juego de sombras entre las tumbas, creado por el paso intermitente de la luz entre las nubes al tiempo que un vientecillo rabioso levanta unas flores marchitas en una columna caprichosa que pronto se disgrega.

-Mire, eso podría ser un fantasma.

-Sí; yo a veces pienso que en verdad existen.

-¿Hay fuegos fatuos?

-¡Claro! La primera vez que los vi creí eran espíritus. Mi abuelo decía que eran almas que finalmente salían de su cuerpo putrefacto después de pagar sus deudas con Dios. No es común verlos pero se dan cada tanto. ¡Sí asustan!

Ya para irme hago una última pregunta: -¿Recuerda su primer entierro?

-Sí. Fue mi madre.

El sol se ha ido, quedan unos rayos pálidos disolviéndose entre las cumbres de los cerros. Camino entre lápidas fracturadas, arreglos florales deshechos, unas botellas de cerveza llenas de tierra y una cruz de plástico envuelta en papel celofán color rojo. Ya me llegará el día. Mientras, ¿qué otra cosa nos queda hacer? Reír y beber.

Qué más.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
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