Cultura

¡Se murió!

“¡Se murió el papá de fulanito!”, espetó mi mujer, sobresaltada. Eran como las seis y algo de la mañana, hora en la que se levanta para preparar a los niños y llevarlos a la escuela. A esa hora checa sus redes sociales y siempre se entera de algo. Pero yo a esa hora no acostumbro ni despertarme ni mucho menos andarme enterando de quién se muere o quién parió. Esa mañana recuerdo que le respondí algo como “ah, pues qué bueno”.

Le explico; en esta era de redes sociales y exceso de información uno recibe notificaciones constantes y apabullantes de absolutamente todo: cumpleaños, defunciones, nacimientos, bautizos, depresiones, enojos, escándalos, represalias, cambios de chamba, borracheras, accidentes, misas, tributos, drogadicciones, alucinaciones, masturbaciones varias y hasta autos de fe. Antes no había eso y debíamos ponerle atención al periódico y a lo que rumoraba la gente si uno quería enterarse de algo. Nacer y morir no eran cosas tan importantes; hay que ver que entre estos dos estados uno hace lo que le es propio de la especie, esto es: nacer, llorar, cagar, comer, quejarse y morir. Esa es la suerte del ser humano. Pero nos han enseñado que morir es un acto revolucionario, un fenómeno trascendente, metafísicamente monumentálico y escultóricamente monolítico. Pero ¿sabe qué? Morir es todo lo contrario; morir es entrar en el más completo olvido; morir es olvidarse de sí mismo de una vez por todas y esperar nada, suponer nada y arrojarse plácidamente a la oscuridad y al frío más tremendos e insondables. Morir no siempre es un acto consciente que pone de manifiesto ese momento tremebundo de oscuridad, de preámbulo de la nada, de esa realidad que no puede reflejarse ni palparse ni escudriñarse, porque ese momento absorbe irremediablemente todo, lo engulle y transmuta en una amalgama sin sentido, una mezcla absurda donde nada es discernible y donde no existen recuerdos ni pasado; muchas veces uno se muere sin enterarse.

Recuerdo cuando murió mi tía; era de edad muy avanzada y siempre tuvo un carácter apacible, callado y amable. Sabía que la muerte le iba a llegar y no le temía. Pronto cayó enferma; su tiempo se acaba y lo sabe. Respira agitadamente y está a punto de entrar en estertores. Mi mamá estuvo ahí, abrazándola, hasta que finalmente expiró. El final se acercaba a ella de manera cada vez más frecuente en sueños, en presentimientos, en susurros de suave y cálida brisa nocturna envuelta en los temblores nerviosos de las cigarras, y así la aceptó.

Cuando mis tíos se murieron, se les hizo una fiesta en el rancho, allá en la Huasteca veracruzana, con puerco y huapangos. ¿Por qué? Porque es una fiesta de despedida. Sí: el proceso de despedir a un pariente o amigo tiene su fase de tristeza y su melancolía consecuente, pero no todo es oscuridad y llanto; la parte lúdica debe estar incluida. Sin embargo, el terror a morir, a la extinción absoluta, prevalece en nuestra mente y nos acompaña como un mal presagio. Siempre me lo he preguntado: ¿qué tal si las personas, al momento de morir, se llevasen al más allá el recuerdo específico que pasó por sus mentes al momento de morir y que ese recuerdo se replicara eternamente en su conciencia, y así se la pasaran siempre, buscando incesantemente variantes para lograr escapar de ese ciclo eterno? Así, el alma de los difuntos no es más que un recuerdo persistente en el universo, un ensayo que se repite hasta la locura más extrema y de la cual no hay escapatoria.

Hete ahí el infierno.

Y todos vamos para allá.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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