Todos estamos aquí, esperando algo, y no hay nada mejor que hacer. La sala es amplia, cómoda, bien ventilada e iluminada. La mayoría estamos sentados, pero hay quienes deambulan inquietos de un lado a otro. También hay otros que permanecen de pie, metidos en sí mismos, recorriendo los extraños y bizarros vericuetos de su mente, y están como idos y sin solución. Casi todos interactúan con sus teléfonos celulares y tabletas electrónicas, incluso quienes vienen acompañados prefieren comunicarse con gente –a la cual nunca han visto en persona– que con los que tienen al lado. Noto una excepción: una pareja se abraza; quedan inmóviles, sin intercambiar palabra ni gesto. Nadie conversa, sólo se escuchan los anuncios por el altavoz donde llaman a algún pasajero para abordar, a un paciente, un tarjetahabiente o un asegurado. Nadie lee, aquí no hay libros: sólo dispositivos electrónicos donde las personas se meten a jugar, a ver fotos y videos, a chatear y a poner likes y comentarios insustanciales y sin sentido. A ratos ocurren espontáneas muestras de auténticas emociones: breves destellos que indican que aún existen seres humanos sensibles y pensantes capaces de expresarlas; alguien guiña un ojo, otra sonríe, por acá una mirada sospechosa y por allá un reojo lascivo.
En la sala de espera no todo es estar sentado sin hacer nada; cada tanto se da un llamado y la gente se alebresta: salen de su marasmo, se levantan y forman largas y lentas filas. Al principio da la impresión de que no ocurre nada y nos invade una extraña sensación de inmovilidad, de frustración, pero cuando uno menos se lo espera ¡la fila avanza! Nunca sabemos exactamente a dónde nos lleva, pero por lo menos se mueve, y eso es siempre más deseable que estar sentado hundido en el celular. Pero hablando de esto de estar sentado, hay que decir que tiene sus ventajas. Cierto: no se sabe cuándo nos van a llamar, pero en la sala siempre hay refrescos, café quemado, galletitas, botes de agua y, más importante, wifi gratis. Y mientras no se rompa el sagrado ritual de la alienación y la individualidad no hay problema: nadie está dispuesto a someterse al tedio, fastidio y tensión de una conversación espontánea. Perdón, debo interrumpir; anuncian una demora. ¿Han dicho cuarenta minutos? Me pareció haberlo escuchado. La calidad de los altavoces no es muy buena. Algunos exhalan, resignados, y se escucha como si fuera su último respiro, como si su espíritu los abandonara justo en ese momento y saliera a divagar por el cosmos. Lo cierto es que las demoras siempre generan muecas y signos de desasosiego, pero nadie parece darse cuenta que aquí, en la sala de espera, la vida no es más que una serie de eventos inconsecuentes, intrascendentes, conectados por demoras y esperas que eventualmente no llevan a nada. Hace frío; será porque ha habido una variación en el termostato o porque llevamos tanto tiempo sentados que nos hemos vuelto más sensibles a los cambios de presión y temperatura. Entonces la gente recurre a sus más cálidos recuerdos para reconfortarse, pero es en vano: nos envuelve el frío, luego la pereza y al final, una pasividad contagiosa, enfermiza.
En una sección de la sala se lee un anuncio que indica la salida de emergencia y en otro, una ruta de evacuación; nunca nadie las ha utilizado y muchos piensan que esas salidas no existen en realidad y que sólo se trata de una estratagema, un truco para dar esperanza en un sitio que, por definición, no la tiene (aunque su nombre sugiera lo contrario). Porque es bien sabido que aquí, en la sala de espera, la única manera de salir es cuando a uno lo llaman por el altavoz. Vuelvo a interrumpir; se está anunciando algo, ya nos llaman: debo saber si me toca abordar un vuelo, entrar a un consultorio o a la capilla donde se llevará a cabo mi velorio.