Tenía un primo con cáncer. Sabía que se iba a morir pronto. Fue a ver a tres médicos y los tres le dijeron lo mismo. El problema con mi primo es que era bien codo; no gastaba ni en papel de baño. De que tenía dinero, lo tenía. Pero guardado, inútil. El problema de fondo es que proyectaba su ego en sus posesiones y de esa manera no aceptaba dejar o deshacerse de ellas porque eso implicaría aceptar su propia extinción y con ello tener que desprenderse de sí mismo. Me mandó llamar: –Me voy a morir–, dijo con voz sombría y muy, muy serio. Pero una muy discreta –casi imperceptible– deflexión en su pronunciación me reveló que en el fondo no estaba del todo convencido de que realmente se iba a morir. Quizá pensó que los médicos, por su propia naturaleza pesimista, le daban la mala noticia, más por inercia que por los resultados de los análisis. –Tú te encargas de comprar el féretro, pero que no sea de esos cajones fifís y elegantones. –Nada de eso–, prometí.
–Mira, la caja no va a estar en exhibición en un museo: se va directo al agujero donde me van a meter, así que vas y me compras un ataúd baratito, de madera de pino y sin adornos. –Cuenta con eso–, le dije. –Ah, otra cosa: que la tapa no tenga ventanita y que el día del velorio la mantengan cerrada –con clavos–; no quiero que mis hijas me vean así.
Le pregunté entonces si prefería la cremación (pues es procedimiento más rápido y barato que el funeral) y él se alebrestó y dijo que el único con autoridad para quemar gente era el mismísimo diablo. –¡De ninguna manera! A mí me entierran así como Dios me trajo al mundo: me voy enterito y sin ropa–, espetó. Y así se fue. Su fortuna pasó a manos de sus hijas, pero fueron los maridos quienes se la gastaron.
Otro señor, amigo de la familia, comenzó a sentirse mal. El médico lo revisó y le dio la fatal noticia: –Se va usted a morir: tiene cáncer y no hay nada que hacer. Poco es el tiempo que le queda. Y este hombre, agobiado por tal diagnóstico mandó llamar a su mujer y a su abogado: –Me muero y hoy mismo pienso dejar mis asuntos en orden. Y así lo hizo; repartió bienes y dineros, escribió cartas de despedida, maldijo a sus enemigos, posteó pornografía en sus redes sociales (nunca lo había hecho, pues es persona piadosa y observante de la moral y las buenas costumbres), echó a las mascotas a la calle (no le gustaban), vació su basura en la puerta de su vecino (al cual odiaba profundamente), orinó en el jardín de su otra vecina, una viuda amargada y solitaria, esa noche se emborrachó y vomitó, amaneció crudo y se levantó tarde (imagínese, él, un hombre trabajador y responsable acostumbrado a levantarse a las seis de la mañana), se la pasó gritando groserías todo el día y repitió esta fórmula hasta que un día, ya muy débil y visiblemente acabado, expiró. Tan pronto concluyó el servicio funerario, su mujer hizo fiesta.
A otro socio que tuve le dio una enfermedad terminal. Cuando lo fui a ver estaba sentado en una mecedora desvencijada, con el rostro inexpresivo y la mirada clavada en una parte del techo donde no había absolutamente nada. –¿Qué haces? –, pregunté, intrigado. –Nada–, respondió. –¿Y qué piensas hacer? –Pues nada, porque no hay nada que hacer. Y razonó de esta manera: –No me voy a curar, no tengo tiempo de hacer mucho y no tengo ganas de hacer nada. Entonces me voy a quedar aquí sentado hasta que me muera. Y eso fue justamente lo que ocurrió: una mañana, muy temprano, amaneció bien tieso. La mucama entró a dejarle un consomé medicado y allí estaba, con la boca abierta, la lengua retorcida y amoratada y los ojos viendo a ese segmento del techo donde no había absolutamente nada.
No sé qué pensar de todo esto. Creo que no hay una manera correcta de asumir el asunto este de la muerte. Cada quien lo toma como mejor le conviene o de acuerdo a su personalidad y a sus convicciones o reaccionan de manera extraña e impredecible. Aceptar o negar la muerte; yo quiero pensar que uno debe dejarse ir, entregar, aceptar. Primero porque no hay de otra y segundo porque ante la necedad de aferrarse a la vida (que es breve y pocas veces justa y feliz) debemos cuestionar el valor práctico de semejante actitud. ¿De dónde coño viene este terror a la muerte? Una parte es heredado. De la religión, la cultura, yo qué sé. El punto es que tal vez estamos pensando demasiado en algo que no requiere tanta filosofía. Porque la muerte es más simple de lo que hemos hecho de ella.
Hace muchos años bebía con mi papá: –¿Te asusta la muerte? –No, aparte yo estoy de paso–, dijo. Le pregunté si quería ser enterrado o cremado: –Me importan tres cominos crudos: yo ya no voy a estar ahí para preocuparme por eso.
Tenía razón. Estamos de paso y la muerte no es real en tanto que no estamos ahí para experimentarla. Que te valga madre. Yo por lo pronto ya he dado órdenes para que me encapsulen en un rectángulo de acrílico transparente para que me exhiban de manera permanente en la sala de mi casa. Como a esos especímenes de insectos y plantas que hay en los museos.