Cultura

Payaso y amigo

Hace muchos años conocí a un personaje muy peculiar. Era un rotulador que deambulaba por las calles con una cubeta. Dentro llevaba los artefactos y materiales propios de su trabajo; brochas, aguarrás, thinner, pinturas, reglas, carboncillo y trozos de tela. Andaba andrajoso y daba la impresión de ser un teporocho, pero estaba lejos de serlo. En su juventud intentó la arquitectura, pero no terminó la carrera. Pero no resultó en ninguna pérdida de tiempo, pues aquella pasión se transformó en el oficio de rotulador. Es de sorprender que muchísimos de los locales comerciales en el centro de San Pedro los haya hecho él, incluida mi fonda. Así lo conocí. Se presentó un día con su vestimenta característica y su cubeta, y ofreció sus servicios.

Le pedí que rotulara el nombre sobre la fachada y elaboró un buen diseño. Otro día me dibujó el menú sobre una tijera grande. Después hicimos otra igual y la pusimos sobre la banqueta, pero luego de unas semanas se la robaron. Con el tiempo descubrí que el rotulador tenía otro interesante oficio: era payaso. Resulta que tenía un show infantil y se presentaba con una maleta llena de juguetes y trucos. Lo más bizarro fue que una tarde mientras visitaba mi fonda, se puso a platicar y después de una cerveza empezó a contar chistes. Me di cuenta que, en el fondo, se estaba contando los chistes a él mismo y esto con la finalidad de reírse. Y vaya risa; era como de esas brujas de las caricaturas, rasposa, aguda y espasmódica. Y cuando se reía quienes estábamos cerca también soltábamos la carcajada. Nunca logré descifrar lo que estaba detrás de esas carcajadas.

El payaso se paraba cuando podía en la fonda y conversábamos de tanta y cuanta cosa. Tenía chambitas en todas partes y los fines de semana buscaba amenizar piñatas. –Al payaso lo tengo guardado en una caja y cuando se ocupa lo saco–, y con las manos formaba la idea imaginaria del recipiente. Y hablaba como si el disfraz tuviera vida propia y como si al ponérselo cobrara una especie de vida doble. –Cuando llego a casa me reconforta, porque el payaso conoce la chinga de andar caminando con estos calores por las calles buscando dónde hacer rótulos y anuncios–, continuó. Entonces le pregunté si vivía solo: –No, vivo con el payaso–, declaró.

Las calles del casco antiguo de San Pedro están llenas de gente curiosa. No me refiero a los vecinos –esa es otra historia–, sino más bien a esa sociedad extraña, pero común, de personas que no que encajan dentro de la arquitectura social que nos han enseñado como sólida, válida y aceptable. No. Estas personas pertenecen a un estrato que incluye teporochos, locos, chiflados, vagabundos, gente rara que camina siempre por la misma ruta y que parece no venir de ninguna parte ni dirigirse a ningún lado, ancianos que perdieron la cordura hace años y deambulan por las calles buscando algún indicio de ellos mismos y gente que, de estar tanto tiempo perdida en las calles, se dio cuenta que esa era su verdadera casa.

Pero casi no los notamos, porque nos han enseñado a ignorarlos y, para ellos, qué mejor, pues así nadie los molesta.

Una noche al payaso lo atropellaron saliendo de una cantina; le robaron su cubeta y, como dato curioso, cuando lo recogió la ambulancia, iba vestido con su ropa típica de pintor, pero calzaba las botas de payaso y, más inquietante, bañado en sangre sonreía de manera atípica.

Se recuperó. Pero yo creo que se golpeó la cabeza, o algo así, porque ya no era el mismo. Se metía a un lote baldío y elaboraba su show de trucos y zonceras, pero nadie lo veía, excepto uno que otro transeúnte. Luego rayaba paredes con consignas apocalípticas y frases sin sentido y terminaba firmándolas con una cara de payaso sonriente gigante. De cuando en cuando pasaba por la fonda, pero no se detenía. Estaba como ido.

Creo que, finalmente, logró compenetrarse con su personaje alternativo y se fusionaron. Deambuló por estas calles durante años, mezclándose con el resto de todos esos espectros urbanos, hasta que un día lo dejé de ver.

Una mañana conversando con un taquero le pregunté si había visto al payaso: –Se lo llevaron al manicomio–, dijo.

Hace unas semanas iba a la fonda cuando vi una piñata en un patio. De reojo vi a un payaso animando el evento; me detuve y lo miré. No estoy seguro que fuera él –era improbable–, pero de pronto volteó y me sonrió.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
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