Halloween otra vez. Y como todos los años, las dos quejas típicas; que Halloween no es mexicano y que la Iglesia católica lo prohíbe y limita por ser ritual pagano. Mi respuesta sigue siendo la misma: tanto el argumento nacionalista como el religioso son una reverenda pendejada. Lo del asunto religioso es muy sencillo: México es un país –presumiblemente– laico y desde 1857 la Iglesia católica (y ninguna Iglesia o credo de ningún tipo) pueden forzar a nadie a creer en algo, rechazar lo contrario (o diferente) o actuar de manera concordante con esa fe. Y en lo concerniente al nacionalismo, que los que se sientan ungidos por las mieles del heroísmo, la cálida acogida del lábaro patrio y arrebatados por el armonioso y marcial oleaje del himno, nuestro himno, entiendan que lo de Halloween, que viene del país vecino, es natural en la región del noreste (somos frontera) y que además posee una relación no sólo fisiográfica, sino histórica y cultural mucho más acentuada que con el centro y sur de México. Les guste o no, somos más afines en muchos aspectos a Texas que a Oaxaca, Chiapas o Yucatán. Debemos entender esa relación para poder contestar la simple pregunta de por qué en lugares como Monterrey se le da más importancia (y tiene más significado) el Halloween que el Día de Muertos, que tiene raíces prehispánicas y exhibe un valor cultural y antropológico tremendo. Halloween es parte de nuestra cultura, punto. Se lo voy a resumir (con albur o sin él, como usted prefiera): Halloween es más divertido. Todo mundo se disfraza, hace fiesta y los niños salen a pedir dulces. Lo de ir al cementerio a encender velas y dejar comida sobre las tumbas es algo morboso que se relaciona más con una película de terror. Porque, además, en el norte no importa que el Día de Muertos tenga dentro de su agenda un apartado gastronómico importante (tema de primerísimo nivel en mi profesión); debemos reconocer que el festejo del Halloween en una parte de México está sujeta a influencias culturales –propias de su condición geográfica– que poco a poco han ido adaptándose (confundiéndose, si así prefiere que lo diga) a la cultura regional. Es un proceso natural. Un buen amigo (aclarando que los amigos siempre son, por definición, buenos; no hay malos amigos. Esos últimos son o enemigos o conocidos de moral o intenciones sospechosas), se quejaba de que él había crecido en la Ciudad de México con la tradición del Día de Muertos y que para él, Halloween no era más que un murciélago de plástico. Perfecto, respondí: –Yo crecí en una cultura donde Día de Muertos no es más que una calaverita de azúcar. En ese contexto nuestra identidad nacional es irreconocible. Dejémoslo ahí y cada quien con su tradición; el país sigue siendo el mismo. Porque, mire; si seguimos con esa cuita vamos a terminar prohibiendo, como con la Iglesia católica en aquellos tiempos, toda acción, creencia y actitud que vaya en contra o parezca distinta a los valores religiosos y patrios (que hoy se entrecruzan peligrosamente al punto de ser indistinguibles) y que nos regresen a una época donde uno iba a la cárcel (con tremebunda agenda de tortura) o a la hoguera por eso. ¿Qué romántico, no? Hay quienes ven el tema de Halloween como una especie de invasión extranjera que atenta contra los valores nacionales (religiosos o patrióticos, ya he dicho que no hay gran diferencia), les causa pánico y terror y lo perciben como una masa purulenta, virulenta, viscosa e infecciosa que amenaza con englobarlos y engullirlos, y sustituir su clave genética con una venida del espacio exterior.
Aunque eso va perfecto con el tema de Halloween, por cierto.