Cultura

Octágono mágico

Con este tema del nuevo etiquetado en alimentos con un octágono negro relleno de una leyenda precautoria se presentan varios problemas que debemos discutir. Lo primero es ver si el etiquetado es el adecuado y, segundo, analizar qué tan efectivo puede llegar a ser. Lo pregunto porque acabo de ver un frasco de sal del Himalaya con una etiqueta que dice “exceso de sodio”. Hay que estar monumentalmente pendejo para no advertir que si se trata de sal, pues tendremos una presencia importante de sodio. Supongo que el etiquetado tendrá algún tipo de efecto, no sé si consciente o inconsciente, pero podría disminuir el consumo de ciertos productos. Pero hasta no ver una estadística confiable no hay manera de asegurar nada.

El problema de los alimentos industrializados es que muchos están elaborados con una lista de ingredientes que o son perniciosos por sí mismos o contienen cantidades equivocadas de ingredientes que, a dosis bajas, son inocuos. Hay etiquetas que marcan tal cantidad de ingredientes que me llevan a pensar que el objetivo es alejarse cada vez más de lo natural. Y es que la industria alimentaria se ha servido de la química y la bioquímica para perfeccionar sus productos, muchas veces no contemplando el aspecto nutricional. Y aquí viene entonces el segundo punto de esta charla, que es justamente la nutrición.

Vivimos en un país que padece de dos cosas principalmente: ignorancia y pobreza. Grave mezcla. Esto da como resultado la desnutrición, entre otras cosas, porque las personas que no tienen mucho dinero para comprar insumos frescos lo gastan en comida rápida y empacada, alimentos baratos que aportan muy poco valor nutricional. Frituras, sopas instantáneas, golosinas de todo tipo; es más fácil sacarle la vuelta a preparaciones caseras básicas que ir a la tienda de conveniencia a comprar basura en bolsa o en empaque de poliestireno. Así nos vamos poco a poco intoxicando de sustancias que antes no eran parte de nuestra dieta, y esto carga pesada y contundente factura al sector de salud pública.

Pero además del aspecto orgánico, tenemos el social: la mercadotecnia auxilia la venta de estos productos y los interioriza en las mentes de las personas, llevándolos a consumir y a crear esquemas de comportamiento asociados a este consumo. Entonces se genera una ruptura patente con los viejos hábitos alimenticios, aquellos que contemplaban no solo ingredientes más frescos, sino aquellos que se consumían en recetas que tenían un valor social, un contexto histórico, una relevancia de barrio o de región. Así, las recetas que nos obligaban a reunirnos de cierta manera, a conversar, a prestarle atención a esa conexión con el campo, con las tradiciones y con el significado profundo de esa forma de vida han quedado rezagadas. Nos hemos apartado de algo muy valioso, algo que representaba no solo un elemento de cohesión social, sino de un proceso de identidad.

¿Qué mierda puede aportar, en términos de identidad, de valor nutricional o de elemento social una bolsita de frituras de harina enchiladas, una sopa de ramen con polvitos saborizados o un pan de cuarta categoría saturado de azúcar? Hasta donde he podido observar, lo único que estamos comprando es la etiqueta, o sea el concepto de un nombre, un logo o caricatura y sabor. Sabor sin nutrición, sin contexto, sin sentido. Y no solo sabor: problemas de salud asociados a su consumo cotidiano.

Entonces lo del etiquetado podría servir para crear una disrupción en el intento del empaque por propagar un mensaje que no contempla ningún tipo de beneficio para el consumidor. Pero de ahí a suponer que la gente se va a detener a reflexionar sobre el exceso de sodio, grasas o azúcares del producto que está acostumbrado comer y cuyo impacto mercadotécnico es tal que ya lo tiene profundamente arraigado en su cerebro, pues no. Diga lo que diga el puñetero octágono negro la gente no va a cambiar sus hábitos, y eso porque les vale madre: la mezcla de sustancias en esos alimentos más el hábil y efectivo empaque creado por la mercadotecnia y la publicidad incisiva hacen que esos octágonos se vean como un chiste. ¿Quiere cambiar la percepción de la gente hacia estos productos? Bueno, pues hay que empezar por otro lado.

Primero, hay que educar a las personas para que entiendan que esos productos siempre van a estar ahí, y que no son necesariamente malos. Su consumo excesivo lo es. Lo que el gobierno debe hacer es iniciar una campaña masiva y perpetua sobre educación gastronómica y culinaria. Es decir, aprender a comer y a cocinar. Si usted educa a los niños a cocinar y a comer de manera apropiada y a entender de dónde vienen los ingredientes que se llevan a la boca, cuando lleguen a la edad adulta tendrán un nivel y una conciencia culinaria muy superior a la nuestra, y así serán más sensibles a productos chatarra y comida basura, y podrán discernir lo que les conviene. Lidiar con la mezcla de sabores artificiales, sal y azúcar en empaques inteligentemente diseñados para ser propagados en campañas invasivas y súper efectivas no es fácil, y para combatirlo hay que responder de la misma manera.

Es educación, no octagonitos pendejos con leyendas que a nadie le importan.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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