Cuando llegué, su agonía ya había comenzado. En la recámara estaban otros familiares, un viejo amigo de la familia y la enfermera que la había cuidado desde que cayó enferma. Después de la caída, su salud fue empeorando hasta que ya no pudo levantarse de la cama. Y es que a los 93 años un accidente así es casi una sentencia de muerte.
Hay velas prendidas y el aroma de la cera quemándose se entremezcla con lo encerrado, el alcanfor, la humedad y el sudor. Huele a muerte. Con cada exhalación se le va la vida y ya puede notarse que su respiración es cada vez más errática. Está boca arriba y con la cabeza reclinada sobre las almohadas empapadas. A ratos abre los ojos, pero su vista se encuentra como perdida, pero fija en algo en el techo, viendo algo que nosotros no podemos ver, pero que presentimos. Sobre el buró hay un montón de medicinas, una jarra con agua, unas flores casi secas y fotos; aparece junto a su marido, en los alpes, en un viaje a Canadá y en una playa. No tuvieron hijos.
Afuera los perros ladran; es un barrio de calles tortuosas, ángulos agudos, sombras misteriosas y escalinatas pronunciadas. Los sonidos rebotan incesantemente y se desbaratan en ecos que tardan en diluirse. Esa tarde la ayudaron a subir a casa de su comadre, que vive a tan solo unas casas, pero resbaló y rodó por los escalones. Tuvo varias fracturas y tuvieron que operarla. Pero a esa edad… Reposo. Medicamentos. Rehabilitación. Es demasiado, el cuerpo no puede ya. Su médico informa: aquí no hay nada que hacer. Es progresivo, cuestión de uno o dos meses. Hay que prepararse. Así entró una enfermera. Su sobrina se encarga de todo. Junto con el chofer y la mucama atienden la casa y el negocio. Pero la vieja desvaría, su organismo va lentamente desbaratándose, desconectándose.
Estatuillas de santos y virgenes, crucifijos, una reliquia y velas benditas actúan como talismanes que preparan al alma para abandonar el cuerpo. Ella quizá sueñe con sus recuerdos, amontonados y caóticos que pasan frente a sus ojos como viejas postales apiladas y olvidadas en un cajón de zapatos. ¿Somos solo eso? Recuerdos que nos son únicos y no vuelven jamás, ni siquiera recordamos las cosas tal y como fueron ni como las vivimos; solo quedan fragmentos, pedacería.
Abre momentáneamente los ojos. Pasea su mirada por la habitación, ve bultos envueltos en una especie de niebla, no sabe quiénes son. Las temblorosas llamitas de las veladoras aparecen como diablos que la observan, que la esperan. Se fija en las puertas de su clóset; siente que se abren y así comienzan a palpitar objetos: una vasija de porcelana con dragones que compró en China, una máscara michoacana tallada a mano de un viejito, una réplica de una Venus sin cabeza, una colección de muñecas fabricadas con papel maché, un arreglo de flores con pétalos de plástico desteñidos, vestidos viejos y roídos, abrigos, sombreros, prendas olvidadas, frías momias esperando el cálido tacto de una piel.
Cosas que para ella en algún momento significaron algo y se conectaron con una vivencia, un recuerdo, pero que en pocas horas pasarán a ser solo mudos objetos vacíos y sin nada que contar. Ya se los repartirán los sobrinos o terminarán en una venta de garage.
Las velas se inquietan y ya parecen llamaradas. Sobre el techo se proyectan sombras de formas terribles, cambiantes. Forman largos brazos y rostros sin ojos, y con la boca abierta. Se desplazan por techo y paredes, intentan alcanzarla, abrazarla. Solo ella escucha el roce de aquellas figuras sobre la pared y siente el temblor en la punta de los dedos. Nadie se mueve. Su respiración se agita. Exhalaciones intensas se combinan con el aire enrarecido de la alcoba. Ahora pierden ritmo y se tornan inestables. De pronto se escucha una respiración grave, profunda: han comenzado los estertores: falta poco. Los vapores de las velas y el incienso forman volutas y vórtices que se retuercen a su alrededor. La respiración entra en una especie de ritmo ominoso, intercalando exhalaciones que parecen gruñidos con inspiraciones forzadas, agudas, chillantes. Se acelera el ritmo. Las sombras se agitan, el aire se condensa en una mancha densa, irrespirable, los bultos a su alrededor se acercan, una mano se posa en su frente, alguien le susurra algo. Sus ronquidos hacen temblar las sábanas, está con la boca y los ojos bien abiertos, lucha por aire, su corazón está latiendo de manera desordenada, histérica, todos sus órganos intentan absorber la poca sangre que les llega y sus ojos comienzan a secarse. Lanza una última exhalación, prolongada, de un tono muy bajo y tremulante que absorbe todos los sonidos de aquel espacio, creando un silencio perturbador.
El rostro permanece impávido, se ha detenido en una mirada desesperada y una mueca horrible. La piel se enfría, parece de porcelana encerada. Los cabellos blancos, delgados y desaliñados caen sobre el rostro como enredaderas marchitas.
Nadie se mueve.
No se escucha absolutamente nada y poco a poco la oscuridad va apoderándose de todo.