Cultura

Maquillaje

Al Halloween le tengo un aprecio muy especial. Está relacionado con mi gusto –desde niño– con lo macabro, lo siniestro y lo oscuro. Pues el otro día compré un kit de maquillaje. Una paleta con los colores básicos, una esponjita y un tubo con sangre artificial. Más que suficiente. Frente al espejo aplico una base oscura y voy añadiendo capas y tonos amarillos, azules y rojos alrededor del ojo derecho e irradiando del mismo. Al final aplico la sangre. Me parece un buen trabajo, es creíble. Parece que he salido de una golpiza callejera brutal. Salgo a comer y luego a la librería a comprar un libro: un ensayo de Michel Houellebecq sobre Lovecraft.

La gente se me queda viendo. Solo puedo imaginar lo que están pensando. Paso a tomar un café a la terraza. En la mesa de a lado una señora me mira con horror. Lleva rato haciéndolo. No me inquieta en lo absoluto, pero me parece que ya lleva mucho tiempo viéndome. Entonces ocurre; se levanta, se acerca y comienza la conversación.

–¿Por qué anda así en la calle?, ¿qué le pasa?– me indicó. –¿A qué se refiere?–, pregunté. –Pues que uno no puede andar así nomás, con esa pintura nefasta en la cara–. –Ajá–, contesté. –¿Usted se maquilló esta mañana antes de salir?–. –Sí–, respondió. –Ah, pues le comento que yo hice lo mismo–, contesté. –¿Quiere que le diga lo que pienso de su maquillaje? No le va a gustar. Pero si quiere, se lo digo. La señora se me quedó viendo, emputada: –Su opinión no vale nada para mí–, sentenció. –Ok. Mire, señora, tenemos ideas e intenciones muy distintas de por qué y para qué nos maquillamos. Pero yo no la detengo a mitad de la calle para cuestionar su pintura facial. Y francamente no entiendo por qué usted sí lo hace. ¿Le parece exagerado, estrambótico, inquietante o fuera de lugar? En lugar de reaccionar debería esperar unos segundos, mirar y reflexionar. A todo esto, ¿se ha fijado que trae el pelo morado? Eso, para mí, es señal de senilidad o locura. No entiendo por qué alguien en su sano y correcto juicio se pintaría el pelo de ese color. Supongo que usted es una actriz y forma parte de una obra de teatro, un comercial, un circo, yo qué sé. De otra manera no habría manera de explicar ese horroroso tinte de pelo. O, ¿está usted loca? No, parece que no. Ah, y después pasará a criticar el hecho de que tengo tatuajes. Oh, sí; me he dado cuenta que se ha fijado repetidamente en ellos. ¿Le parece que quienes los traen son personas con poca educación y cultura, y, peor: que son delincuentes o drogadictos? Es muy probable que así lo crea. No puedo decir si es por su edad, por su falta de inteligencia o simplemente porque usted es una persona ignorante, intolerante y sin sentido común. La señora se enfureció aún más y espetó: –Pues usted me parece grosero, atrabancado e inmoral. –Perfecto –contesté–, puede ser. Pero usted me recuerda a ese dicho que dice que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. Y no salga a la calle así, va a asustar a los niños y Halloween ya pasó.

Nos tatuamos, vestimos y pintamos de diversas maneras y por un sinfín de razones. Y lo hacemos desde tiempos tan antiguos que no podemos adivinar desde cuándo ocurre. Desde una obra de teatro, una simple fiesta de disfraces, una cita romántica o por razones tan personales que permanezcan solo para nosotros, lo cierto es que formarnos una idea o juicio de alguien por su apariencia es un ejercicio de personas con poco criterio y pereza mental, y una marcada tendencia al prejuicio.

Dejémonos de pendejadas: ráyese, perfórese, vístase o píntese como usted quiera. Es solo una apariencia. Cada quien tiene su forma de expresión. Es parte esencial de nuestra capacidad de comunicación y de cómo nos relacionamos.

Adrián Herrera

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