El otro día llevé a mi mamá a comer a mi restaurante. Ya entrada la conversación me dijo que tenía ganas de hacer un recorrido por todos los lugares donde se había aparecido la Virgen: Medjugorje, Fátima, Zaragoza, Lourdes, Siracusa y Knock, en Irlanda. –Será un viaje largo, pero es mi sueño- dijo. Me dejó pensando. No profeso ninguna religión ni creencia, pero supongo que yo también tengo lugares que me gustaría visitar y que despiertan en mí alguna sensación de grandeza, de profundidad y trascendencia. ¿Cuáles serían mis lugares sagrados? ¿En qué consistiría mi peregrinaje? Empezaría por la Ciudad de México, para sentir la caída de Tenochtitlán y ver el comienzo del México de hoy; el punto en la historia donde se comenzaron a fusionar la cultura europea con la mesoamericana y ver ese monstruo urbano crecer, evolucionar, ir construyendo rocas sobre rocas, destruyendo unas, reconstruyendo otras e inventando nuevas. Después me iría a África y acompañaría a los paleoantropólogos Richard Leakey y Donald Johannson –entre otros– a descubrir los fósiles de homínidos directamente ligados a nuestra evolución y me emocionaría al ver que nuestros orígenes no son muy diferentes a los de cualquier ser vivo de este planeta y que no somos ni mejores ni estamos por encima que esas otras formas de vida a las que estamos, de hecho, genéticamente ligadas. Continuando mi tour llegaría a Grecia a revisar los orígenes de la ciencia a cargo de los atomistas y tendría una actitud de reverencia por esa proeza del pensamiento, de intuición para concebir un mundo que podía explicarse en términos naturales sin necesidad de recurrir a fantasías, cuentos populares y creencias míticas. Luego me iría al desierto en alguna parte de Coahuila, ahí donde no hay nada más que rocas, arena y montañas, a estar ahí a mitad de la nada dejándome envolver por la santidad del silencio y sentir el paso de los eones, del viento seco y mineral y del cielo estrellado. Terminaría en la British Library, postrado ante tal colección de conocimiento y sentir el torrente de palabras, frases, conceptos, enunciados, teorías, sistemas: siglos de sabiduría reunida duramente ganada.
¿Qué es lo sagrado? Se relaciona con una especie de misterio universal que excita nuestra curiosidad y que deviene en una fascinación irracional, impulsiva, orgánica; a veces erótica. Hay quienes quieren ubicar lo sagrado dentro de un reino divino que se realiza en el cielo; otros lo quieren focalizar dentro de un proceso netamente orgánico y mineral, asociado a la tierra. Ni uno ni otro: lo sagrado es lo que ocurre entre la conjunción del cielo y la tierra, y nosotros somos la conexión sin la cual eso no existe.
Lo sagrado es aquello que se da en lo más profundo de mi conciencia y que genera una presión constante –pero discreta– y que va más allá de mis ideas, preconcepciones y presunciones sobre la realidad; es algo netamente grandioso, insondable –pero nunca imposible de acceder del todo– y que celosamente conserva buena parte de su esencia, conciliada y en espera de ser adivinada, deducida, presentida y, finalmente, develada. Pero existe una tragedia inmanente; la de sucumbir a la pereza generada por la ignorancia, y así caer en las garras de la ignominia. Me parece que vivimos, de hecho, en tal escenario, y apenas nos damos cuenta. Cuidado.
Lo sagrado no está en un sitio, un lugar. Quizá lo sagrado no sea más que un fútil intento de transformar lo inexorablemente cotidiano y umbrío en algo imposible, en algo etéreo, diáfano, numinoso. Quiero creerlo; pero no somos más que el mismo barro del que fuimos creados y la ceniza a la cual regresamos ya finitos. Y ahí, en esa fría, oscura y trágica solitud personal, debemos encontrar gracia, dignidad y trascendencia.
Y no hay nada más sagrado que eso.