¿Por qué la gente tendría que desarrollar o sentir amor por el conocimiento, por la lectura, por la literatura? La respuesta es a la vez simple y decepcionante: porque les vale verga. Tenemos una tendencia natural hacia lo desconocido y esta curiosidad es la base de buena parte de nuestro desarrollo. Pero no es la única fuerza que se requiere para tal efecto. Hay que inculcar a los niños el interés por conocer todo tipo de cosas y es nuestro deber crear agendas concretas para que lo logren. Exponerlos a las cosas buenas que hemos escrito a lo largo de siglos, por ejemplo.
Vamos pues al tema de las lecturas. Primero, convencer de que leer es absolutamente necesario no solo para gozar y tener un panorama más amplio y profundo de las cosas, sino para desarrollar una capacidad reflexiva y crítica es tarea casi imposible. Y después, cuando uno ya rompió la barrera de la pereza y el desinterés, explicar que hay lecturas mejores que otras y, más concretamente, libros que son basura. Schopenhauer lo resume de esta manera:
“En todos los tiempos hay dos literaturas, paralelas y opuestas: una real y otra aparente. La primera es la literatura permanente, aquella hecha por hombres que avanzan seria y acompasadamente, creando obras que quedan. La otra es literatura que va deprisa, a galope, con gran gritería y gran ruido, llenando todos los años el mercado con miles de obras que pronto caen en el olvido. Esta es la literatura pasajera”.
Siempre he dicho que la educación es la base de todos los remedios. Y en este caso, educar a los niños a seleccionar bien sus lecturas resulta en el desarrollo de hábitos correctos y trascendentes. Pongo un ejemplo concreto: ¿Cómo explicarle a alguien que leer Platero y yo de Juan Ramón Jiménez es más provechoso que Las diez reglas del éxito o El camino a la felicidad. Está cabrón. Entiendo que existan lecturas para idiotas e imbéciles, pero hay muchísima gente que no lo es y que requiere capacitación para no caer en ellas. Hay que someterlos a estas lecturas y explicarles qué coño están leyendo y por qué son importantes. No se trata de aventarles libros clásicos baratos –o regalados– así, a lo pendejo, y esperar a que mágicamente los ubiquen dentro de un contexto histórico o que comprendan –y disfruten– su contenido.
Mi queja no es solo que el sistema educativo no entrene a niños y jóvenes para que desarrollen gustos y hábitos más refinados y basados en los clásicos, sino en el hecho de que ya hemos dejado atrás la práctica de una verdadera sobremesa literaria y artística. Los adultos ya no nos emocionamos con cosas que valen la pena: nos abandonamos en lo banal, lo inmediato (sumergirnos en el celular, por ejemplo) y en lo desfasado. Ya la conversación dejó de ser lo que era antes: un ejercicio reflexivo y de descubrimiento y cohesivo en términos sociales. Ya no leemos ni conversamos. Perdimos algo esencial aquí. Algo siniestro y pernicioso lo sustituyó.
Decidimos abandonar la sabiduría antigua por los reflejos inconsistentes de la tecnología y los disparates fugaces y vertiginosos que ha generado. Ah, y sin contenido real. Y eso es lo que condiciona nuestras relaciones sociales. Imagínese que si lo que vivimos ahora es ya una distopía imaginada –advertida– en otros tiempos, cómo serán las cosas en unos años más.
No quiero ni pensarlo.
Porque a la distopía naturalmente le sigue el Apocalipsis.
¿Les parece si comenzamos a enderezar este desbarajuste y retornamos a los clásicos?
El pasado, ahorita, es lo único que puede asegurarnos un futuro.
Adrián herrera