El gato entró sigiloso y merodeó con sospecha la habitación. Sobre la mesa yacía el cuerpo. El felino se acercó y se subió de un brinco; ahí estaba, amoratado, tieso y frío. Tan frío. Entonces el cuerpo dejó salir una exhalación putrefacta y ruidosa. El gato se arqueó, siseó y escapó, aterrado. El cuerpo empezó a temblar; movió los dedos de los pies, parpadeó y dio una repentina y enorme bocanada de aire. Los músculos comenzaron a contraerse y entonces se levantó. Era la Muerte. Lentamente fue sintiendo los movimientos; los recordó, repasó mentalmente, los ensayó y así puso los pies en el suelo. Caminó despacio, respirando con dificultad, pero poco a poco fue sintiendo cómo le regresaban todas sus funciones.
La Muerte vive en un castillo de roca allá arriba, en aquellas montañas que siempre están envueltas en niebla. Entre gatos, cuervos, insectos y oscuros perros pasa todo el año sobre ese frío altar, hasta que se le requiere ese preciso día. La custodian un grupo de místicos, alquimistas, gnósticos, embalsamadores y figuras contemplativas. Ellos se encargan de mantener el cuerpo de la Muerte a salvo del mundo, y nadie puede entrar en su habitación, excepto ese día en particular. Y cuando despierta, la atienden y la preparan para su viaje al mundo de los vivos.
Allá donde vive la Muerte, el viento se cuela entre los peñascos y entra, hiriente y húmedo, por las ventanas del castillo. Ahí se mezcla con los vapores que se generan en el laboratorio del alquimista y coalesce en una materia perniciosa y maloliente que entra en los pulmones de la Muerte, animándola.
Ya la esperan. Se sienta, comienzan a intervenirla. Su rostro está repujado, duro y con una textura como de cera. La carne está pegada al hueso y resaltan venas y arterias superficiales. De pronto comienzan a insuflarse y palpitan. Sus custodios le inyectan sustancias, la soban, le susurran antiguas maldiciones al oído y le dan brebajes encantados. Ya recupera su volumen, sus proporciones. La Muerte es hermosa. Un halo electrificado la envuelve; la maquillan, la visten con aquella túnica morada y azul acerado, le colocan sandalias de pieles de reptiles y decoran con un collar de gusanos momificados. Entonces toma su bastón de huesos y sus custodios la encaminan a la Gran Puerta. Así se lanza al mundo.
Camina despacio, escuchando con atención a cualquier lamento, terror nocturno o indicio de temor a morir. Así entra a una casa; un anciano enfermo duerme. No ha despertado en años. Es hora de llevarlo lejos de aquí. Le coloca la mano sobre el corazón y el músculo se detiene. El anciano comienza a soñar con una tormenta silenciosa llena de destellos y de sombras que se le acercan, y en medio de una ventisca es llevado a las profundidades de un mar insondable.
Camina por avenidas empedradas y entre farolas adormecidas y ecos sospechosos. Por una ventana mira a un recién nacido en su cuna; respira agitadamente, está teniendo una pesadilla. La muerte lo observa, mira sus manitas tiernas y sus cachetes rosáceos. Entonces coloca su mano sobre su boca. La criatura se mueve con fuerza y poco a poco va cediendo. Así se le empieza a poner su rostro de color morado y pronto deja de respirar. Vamos, es hora de partir.
De esa manera se pasea por todas partes, infectando con su bálsamo mortuorio, reclamando ánimas, despertando llanto, ira y dolor.
Entra al cementerio. Mira, cuántas flores, cuánto color. Hay comida, gente, algarabía. Los cadáveres se pudren debajo de las lápidas y la gente los recuerda. Pronto, todos ustedes estarán ahí, haciéndose polvo. Yo estaré ahí para indicarles el camino. Mueran, mueran todos.
No olviden que hoy es mi fiesta, todos esos festejos no son para sus muertos –que no son nada ya, siquiera un recuerdo borroso– y a quien deben reconocer es a mí. La hermosa Muerte levanta el polvo con su sombra y oscurece los ojos de los ancianos, que ya la presienten. Una manada de perros se le juntan y la siguen. Entra a un templo; un sacerdote predica la vida eterna. La Muerte se le acerca y dulcemente le susurra al oído: –No hay tal cosa: lo único eterno soy yo. El párroco siente cómo el corazón le falla; se hinca, mira hacia la nada y expira.
Sale de ahí mientras las campanas de la iglesia gritan que la muerte pasó por ahí. Entonces el pueblo tiembla, sabe que no hay dónde esconderse, que no hay nada que hacer y lo único es mantenerse quietos, silenciosos y esperando.
Se acaba el día. Es hora de regresar. Calcula sus pasos y remonta para el castillo. Llega envuelta en una maraña de insectos temblorosos. La reciben. La llevan a su habitación, le retiran su túnica, colocan su bastón maldito sobre un pequeño altar y la recuestan suavemente sobre la mesa de mármol negro. Lentamente cierra los ojos y su respiración va cesando, se va transformando en un suspiro imperceptible. Ya su piel se contrae, pierde color y sus ojos se reabsorben. Su cuerpo lánguido y seco reposa sobre la fría superficie de roca y espera pacientemente a que transcurra otro año más.