Mi tío Segisberto era un patán. Por fortuna ya se murió. Todos los odiaban; sus hijos, su mujer (especialmente ella), los vecinos, sus hermanas, que no podían verlo ni en pintura (lo bueno es que nadie nunca lo pintó, aunque sobreviven algunas fotos), sus colegas, compañeros de escuela, conocidos varios, su peluquero (que en más de una ocasión le cruzó por la mente pasarle la hoja de afeitar por el cuello), personas varias, de esas que van y vienen, pero que después de tratar con él deciden nunca más volver a verlo, las mascotas de la colonia, entre las cuales hay que mencionar al loro de doña Lupe, el cual cada que lo veía –o escuchaba que andaba cerca– le lanzaba imprecaciones, maldiciones y groserías, unas incluso inventadas por el mismo pájaro, y absolutamente todos los perros de aquella colonia lo recibían con una sinfonía de ladridos y gruñidos como si el mismísimo Lucifer estuviera llegando a la cuadra y claro, los gatos, que se apostaban en sitios estratégicos y oscuros para crisparse y maullar ante su presencia.
Y uno de esos gatos, el pardo, venido de quién sabe dónde y que pertenecía a nadie y a todos fue el más afectado. Una tarde el tío Segisberto entró a la cocina a servirse café, y ahí estaba el buen gato, sentado, viéndolo, moviendo la cola rítmicamente de un lado a otro, y con sus bigotes temblorosos y ojos taciturnos le miraba con atención y curiosidad. Pero el tío no hizo más que ignorarlo y pasarle por encima, y en el proceso le apachurró la cola. Y bien duro. Pardo lanzó un maullido de ultratumba, brincó tan alto que alcanzó a verse reflejado en la puertita del horno de microondas y cayendo al suelo se encrespó, sacó las garras y los ojos se le encendieron. La mujer del tío Segisberto entró rápido a la cocina, alarmada y viendo al pobre gato huyendo, aterrado, emputado y adolorido, notó a su marido sirviéndose plácidamente un humeante y aromático café. Entonces preguntó: –¿Pues qué cosa ha ocurrido aquí que del gato salen agudos maullidos y profundos lamentos? Y entonces la sirvienta, que lo había visto todo, declaró: –El señor le pisó la cola al gato. Su mujer, desaprobando aquello, le preguntó por qué había hecho semejante cosa, ¿se trata acaso de un tropiezo no intencionado? Pero el tío no dijo nada, antes continuó disfrutando el café al tiempo que silbaba una agradable melodía. La mujer reclamó: –¿Por qué has hecho algo así? Y el tío Segisberto terminando de sorber su bebida contestó: –¿Pues quién le manda a ese pinche animal tener cola?
El tío Segisberto por fin murió. Fue algo inesperado. Bueno, lo fue para él, porque todos los que lo conocían contaban ansiosos los días para que eso ocurriera. Y ocurrió una mañana mientras se duchaba; tocaron el timbre –era el cartero– y el tío salió de la regadera, se echó encima una bata vieja y roída y bajó a atender la puerta. Como iba a atrabancado y estaba mojado resbaló por las escaleras, dio tres tumbos que hicieron temblar la casa y al final se rompió el cuello. Bendito sea Dios por esos pequeños milagros de todos los días. El timbre siguió sonando, pero nadie abrió la puerta.
Nadie quería ir al funeral del tío; de hecho, embalsamarlo fue un problema, pues los de la funeraria lo aborrecían. Lo que hicieron fue sacarle las vísceras y llenarlo de aserrín con periódicos viejos arrugados. Luego lo cosieron y, de muy mala gana, la gordita que se encarga del maquillaje, le pasó un par de brochazos y pincelazos como para que se viera decente, pero solo logró dejarlo como zombi de película. Todos querían cremar el cuerpo, pues era procedimiento rápido y fácil –y además de ahorrarse los gastos del funeral y el entierro, alguien se tomaría la molestia de esparcir las cenizas en la coladera más cercana–, pero el tío, nada pendejo y previsor, dejó pagado su velorio, funeral y misas para dos meses después del deceso. Por supuesto que en las misas el párroco ni se molestó en mencionarlo y, de hecho, nadie se quejó. La noche del velorio no asistieron ni familiares ni amigos, y el personal de la funeraria estaba ansioso por salir, pues había fiesta esa noche, así que luego de 20 minutos dieron por concluido el servicio. No sirvieron ni café ni galletas y tampoco encendieron velas. Salieron de ahí tan rápido como pudieron y dejaron el féretro para llevarlo por la mañana al cementerio.
Y así lo hicieron: tempranito subieron el cajón al carro, lo pasearon ceremoniosamente por la avenida principal y entraron, triunfantes, por la enrejada del panteón. El enterrador ya los esperaba. Colocaron el ataúd sobre dos gruesos listones de tela y el enterrador, con su rostro oscuro, frío y totalmente inexpresivo, lo bajó. Nadie dijo nada, porque no había nadie. Le cayó la tierra, colocaron recuadros de zacate, una lápida pequeña con su nombre y los años de nacimiento y muerte, y se marcharon. Sobre la tumba, un silencioso gato descansaba sobre aquella lápida al tiempo que movía plácidamente la cola. Viéndolo de lejos parecía que estaba sonriendo.
La cola del gato
- Columna de Adrián Herrera
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Adrián Herrera
Ciudad de México /