En todos los ámbitos del quehacer humano ocurren estos grupúsculos conformados por personas iluminadas. Y digo “iluminadas” no en el sentido de que sean preclaros y que vean cosas que uno apenas logra adivinar, sino que ven lo que no está ahí, o sea, lo que quieren o les conviene ver.
Son grupos especializados; fotógrafos, escritores, moneros, artistas, chefs, intelectualoides varios, místicos, rezagados sociales y opinionantes indiscutidos e incomprendidos. También hay grupos secretos, misteriosos, tenebrosos, sigilosos y milenarios.
Ellos habitan estas esferas que los aislan efectivamente del resto. Solo unos pocos logran entrar y, una vez dentro, ¡no quieren salir nunca más!
Intercambian puntos de vista —todos iguales—, se congratulan, adulan, festejan, cortejan, abrazan y pululan como cariñosos y temblorosos tábanos dentro de su pequeño y protegido mundito.
Seriamente inmiscuidos en discusiones ambiguas, confusas y somnolientas, se dejan arrebatar por los estremecedores efectos de los seudoneologismos que inventan, con el afán de descubrir, a través de nuevas y disparatadas palabras, maneras de ver la realidad y descubrir la verdad.
Y este lúdico y resplandeciente ambiente crece. Bajo las exhalaciones de sus potentes egos se van generando apasionantes presiones dentro de la esfera que habitan y así, ésta se infla.
Las paredes se van haciendo progresivamente más delgadas, y de esta manera la esfera comienza a flotar y a elevarse, ¡como un globo! Pero...
A medida que sube, la presión externa disminuye y llega un punto en que la burbuja se expande y estalla.
Entonces uno podría pensar que los ocupantes de aquella burbuja se precipitan irremediablemente hacia el vacío, por lo pronto, no: dentro de aquel delicado capullo las personas poco a poco se han ido modificando y adaptando hasta transformarse en un tipo de animal inflado, algo así como ese pescado globo tan apreciado por los cocineros japoneses.
Entonces, al reventarse la burbuja, los mutantes quedan suspendidos. ¿A dónde van? Bueno pues, confundidos y atolondrados, intentan reencontrarse y comunicarse, pero su torpeza y las fuertes y cambiantes corrientes de aire lo impiden.
Por las mañanas, cuando el cielo está fresco y limpio, se pueden observar en lo alto luminosos puntitos flotantes, pequeñitos, inquietos, chistosos: son ellos. Parecen esos animalitos microscópicos que uno ve revorujados dentro de una gota de agua de estanque.
Y así viven sus últimos días, divagando por la atmósfera, pegando de alaridos, muertos de frío y de miedo, atacados por el sol, clamando misericordia. Pero eso sí: más cerca del cielo. ¡Cuántas verdades no alcanzarán a percibir allá arriba! ¡Qué profundas revelaciones no recibirán! Pero eso solo ellos lo sabrán, porque pronto se desinflan, tuestan y comienzan a desintegrarse.
Y así, embestidos por los elementos y destruidos por el implacable asalto de tanta sabiduría, se degradan: sílfides descompuestas, desbarajustadas, van cayendo como descoloridas hojas de otoño. Sus cuerpos rotos y desinflados caen al suelo, y son rápida y efectivamente procesados por necróforos espantosos, viciosos reptiles, aves carroñeras y traviesos ratoncillos.
Pero no hay que perder la esperanza; todos estos grupúsculos de gente superior se renuevan constantemente, y siempre habrán más esferas así, inflándose, elevándose y estallando allá en los más altos estratos atmosféricos. Y aunque aún no sabemos qué cosa ven ellos allá, algún día uno de ellos, solo uno, sobrevivirá a la fatal experiencia y nos dirá qué coño vio. Hasta ese día.
Adrián Herrera