El otro día fui a comer a un restaurante de sushi. Me senté, pedí un té verde, inspeccioné la carta y ordené. En la mesa de al lado hay un señora cincuentona. Tan pronto le llega su plato se persigna, coloca la servilleta sobre el regazo y come. Entre bocado y bocado comenzó a hablar. Pero en la mesa no había nadie. Primero pensé que estaba hablando por celular con el audífono que tiene un micrófono integrado, pero no tenía semejante aparato. Y mire usted que aquella mujer sigue hablando, y dice tanta cosa; y yo sencillamente no puedo dejar de mirarla. Como no soy nada discreto llegó un punto en que se dio cuenta que la estaba mirando, y no sé qué cara tendría yo que pronto detonó una respuesta: -No vaya usted a creer que estoy loca -dijo, limpiándose la comida de los labios con la servilleta- estoy hablando con Dios.
-Ajá -contesté.
Ella siguió comiendo y charlando con “Dios”. Entonces se me ocurrió que, como estaba solo, yo también podía conversar con alguien; tal vez pudiera invocar a, digamos, el doctor Freud, y sostener una seria conversación sobre enfermedades mentales. Y fue justamente lo que hice: -Hola doctor Freud, ¿cómo le va?, -dije-, me gustaría discutir con usted el tema de las personas que conversan con seres que no existen.
Y así estuve unos minutos hasta que la señora, acertadamente sospechando que me refería a ella, protestó: -Mire, yo no estoy loca y usted no tiene por qué atacar mi religión ni burlarse de mí.
-Pues yo tampoco estoy loco, simplemente estoy conversando con mi amigo el psiquiatra, y si usted no lo puede ver o no quiere creer que realmente está aquí, pues estamos en la misma circunstancia.
La señora terminó sus alimentos, dio gracias a Dios –naturalmente– y salió de ahí particularmente irritada.
Hace unos años una amiga insistió en que fuéramos mi mujer y yo a la iglesia protestante de la que es miembro. Ya, vamos pues. Además me encantan las experiencias catárticas, y vaya que nos tocó vivir una. Resulta que el pastor de esa iglesia, doctor en “divinidad” (vaya usted a saber qué chingados es eso), leyó un fragmento de la Biblia, comentó algo al respecto, se emocionó, entró en un estado catártico y comenzó a hablar en lenguas. Eso se llama “glosolalia”, y es un desorden neuropsiquiátrico en donde una persona se pone a espetar sonidos que él cree es una lengua extraña y, en este caso, una que viene directamente de una deidad.
-¿Qué tanto dice? -le pregunté a una señora que estaba a mi lado.
-Dios habla a través de él -contestó.
-Sí, pero... ¿qué está diciendo?
-Oh, nadie lo sabe, excepto Dios -dijo ella.
Entonces, -continué- si ni siquiera el pastor entiende el mensaje (y la congregación menos) ¿cuál es el valor de semejante balbuceo incoherente?
A la señora no le pareció que cuestionara un fenómeno que para ellos es sagrado, pero lo que verdaderamente le molestó fue que me hubiera referido a él como un “balbuceo incoherente”. Traté de decirle que aquello no era una lengua, propiamente, pues no creía que el pastor fuera capaz de repetir lo que dijo para así poder siquiera reconocer patrones fonéticos que pudieran indicarnos la posibilidad de una lengua articulada. Como ya es costumbre en este tipo de casos en los que se me invita a un evento que termino cuestionando y que, o no entienden lo que les digo o les parece incómodo, me invitaron a retirarme (y a no volver). Yo simplemente estoy haciendo preguntas elementales, no entiendo dónde está el problema. Mire, si yo veo que usted conversa con alguien que no está ahí, o que habla en lenguas que no lo son y que nadie entiende, pues solo necesito saber qué mierda está ocurriendo ahí, eso es todo. No me estoy metiendo ni con su religión ni con sus creencias.
Gente que habla sola y personas que hablan en lenguas que no lo son y que nadie entiende. A dónde vamos a parar así. Yo creo que el problema es que, a fuerza de no entendernos entre nosotros, recurrimos a conversar con seres invisibles y en lenguas inaccesibles. Todo parece indicar que ese método funciona mejor.