En la mesa de mi casa hay un frutero. Ahí viven mangos, plátanos, naranjas, toronjas, peras y manzanas. Se van consumiendo poco a poco. Pero esa tarde noté que, oculto bajo otras frutas, se encontraba un mango muy pasado. Incomible. En lugar de tirarlo se me ocurrió fotografiarlo conforme se iba transformando. Entonces recordé la película clásica de Roman Polanski, Repulsión, con Catherine Deneuve. Trata de una mujer encerrada en su departamento que compra un conejo para guisarlo, pero lo deja desatendido en una bandeja en la cocina. Conforme su estado mental decae, el conejo se va descomponiendo. El juego de imagenes de la progresión de la putrefacción del animal y el deterioro psicológico de la protagonista los sitúa en un mismo plano temporal y así se van entrelazando hasta que llega el clímax.
De niño, la casa de mis padres era muy grande; de tres pisos y con una sala majestuosa con unos ventanales enormes y muy bonitos desde donde se apreciaban jardín, pérgola y alberca. Tenía como 6 o 7 años. Correteaba por el jardín. De pronto, una pequeña ave chocó contra mi frente y cayó muerta sobre el zacate. Se le había roto el cuello. Un poco atontado la recogí y la llevé a una esquina de la casa donde se formaba una greca protectora. Era un sitio oscuro, frío, sin pasto, extraño.
Cada dos o tres días salía a visitar al cadáver del pájaro; desarrollé una especie de morbo, una atracción irresistible por mirar aquello. Día con día vi cómo la putrefacción se iba apoderando de aquel cuerpo; las moscas depositaban centenares de huevecillos blancos y estos, una vez eclosionados, procuraban larvas que se agitaban nerviosas, comiendo frenéticamente las entrañas del ave. También había hormigas y otros insectos alimentándose de las larvas; el espectáculo era horrorosamente bello. Entonces me llegó duro y directo: yo no era muy distinto a ese animal: sufriría la misma suerte. Fue mi primer contacto con la muerte. Pero no con la muerte de otros seres, sino con esa muerte, la que se engendra dentro de mí.
Por esas fechas se me empezaron a caer los dientes. Fue un proceso que desde el principio supe interpretar correctamente: mudábamos partes de nuestro cuerpo igual que una víbora, una jaiba o una cigarra. Y aquellos procesos, que representaban cambios, iban acompañados de dolor, sangre y una oscura revelación.
Desde entonces mi gusto por lo mórbido me acompaña y siempre está ahí, como un recordatorio de ese primer encuentro con mi mortandad, con mi finitud, la cual, hasta hoy, no termino de aceptar, aunque la entiendo perfectamente.
Hace muchos años leí una nota en el periódico; encontraron a un anciano muerto en su casa. Vivía solo. Viudo y con sus hijos trabajando en el extranjero no tenía ya nadie que viera por él. Viejo y enfermo un día sencillamente se murió. Pasaron muchos días, y con el calor de Monterrey, el cuerpo entró en fase de putrefacción y los vecinos, alarmados por los fétidos aromas, le hablaron a la policía. Forzaron la entrada. Con cubrebocas impregnados con aromatizante dieron con el cuerpo; sentado en una mecedora en la terraza, con el rostro amoratado, picoteado por los pájaros, sin ojos, la boca abierta y con insectos entrando y saliendo, el vientre hinchado, prolapso anorrectal y gusanos retorciéndose en el suelo en un charco de fluidos, excremento, pus y sangre. El equipo forense entró y levantó el reporte. El cuerpo llegó a la morgue: muerte por causas naturales. Me entero que un empleado forense había hecho un gran negocio vendiendo fotos de ejecutados, crímenes pasionales, suicidios, accidentados y todos los tipos de muerte imaginables. En ese tiempo intenté entrevistarlo, pero se negó. Solo mencionó esto: “No sabes la cantidad de gente que compra mis fotos, vendo paquetes, de lo que quieras; tengo uno de una mujer embarazada a quien su pareja le había abierto el vientre a machetazos: estaba seguro que el niño no era de él. Cuando llegamos, los perros de la casa se habían dado un festín con los cuerpos”.
En el fondo me siento como un pedazo de carne que va echándose a perder día con día. No hay manera de detenerlo. Es horroroso. Ya entiendo la obsesión por hacerse cirugías estéticas, saturarse el rostro con cosméticos, pasar horas en el gym, beber licuados supuestamente desintoxicantes, comer cualquier cosa considerada “saludable” y comprar suplementos naturistas que sirven para nada y pura chingada.
Nos obsesiona lo mórbido; genera una ansiedad difícil de explicar, tal vez un terror catalizado por una pizca de curiosidad que proporciona una especie muy rara de placer que nos llama desde un hondo lugar de nuestra conciencia. Quizá por eso lo rechazamos tajantemente o, por el contrario, nos arrojamos gustosos a su espectáculo macabro.
Nos horroriza el decaimiento porque lo traemos impreso en lo más profundo de nuestra naturaleza y lo reconocemos: nuestros cuerpos son muerte, putrefacción, polvo y olvido.
Pero, ¿sabe? en el mejor de los casos podríamos terminar en una bizarra momificación de museo.
Un fósil.
Solo eso y nada más.