Los panteones son de mis lugares favoritos. A donde voy averiguo dónde están los cementerios y los visito. Una constante que veo siempre en esos lugares son los arreglos florales que la gente pone sobre las tumbas de sus seres queridos. En los pueblitos encuentra uno composiciones peculiares que siempre me han parecido, además de complejas, únicas: veladoras, listones de colores, macetitas, santos, cristos y vírgenes de yeso, trozos de madera con inscripciones, juguetes, objetos personales del muerto, botellas de licor y latas de cerveza y flores de plástico. ¿Por qué flores de plástico? Primero, porque son más baratas que las de verdad, y segundo, porque duran más. Y este último apartado es muy revelador; las flores marchitas ofrecen un espectáculo intrínsecamente devastador, desolador, e incluso siniestro: representan el decaimiento, el carácter inconsecuente de la vida individual. Pienso que el solo hecho de cosechar flores con el único objeto de mutilarlas para presentarlas en velorios y funerales es un hecho fundamentalmente perverso. Las flores moribundas y agonizantes que colocamos ahí son aromáticas ofrendas que nos intoxican con su olor a muerte. Son, al mismo tiempo, una afirmación y negación de la muerte. Porque vemos a la muerte no como un ciclo o como una continuidad, sino como una terminación abrupta, tremenda, inmediata y absoluta. Las flores de plástico son una negación de este decaimiento, son un engaño, émulo de lo vivo, intento por detener la muerte o por lo menos aplazarla, transformarla en una caricatura, un collage macabro que se degrada lentamente.
Camino entre las tumbas; unas, las más sencillas, son montículos de tierra con sus cruces y adornos, pero también hay otras suntuosas, bien cuidadas, y al final aparecen, orgullosos y soberbios, los mausoleos. Pero son las tumbas sencillas las que captan mi atención, no las edificaciones neoclásicas, neogóticas, art decó y románticas; las expresiones arquitectónicas no me dicen mucho. Esas pequeñas y discretas tumbas de montones de tierra, de tablones y lápidas primitivas poseen una fuerza escultórica contundente, real. Involucran tierra, madera, metales, yeso, cerámica, flores de plástico, vidrio, cera, flores marchitas, papel y, por supuesto, el componente más importante y misterioso: el cuerpo humano, que se descompone silenciosamente a unos metros por debajo de esta amalgama de materiales, intenciones y simbolismos. Y son estas tumbas las que invocan el horror, el folclor, el llanto, la desesperanza, las creencias en el más allá; son nuestra conexión con lo más profundo de nosotros mismos. De pronto imagino que la combinación de los objetos que conforman estas tumbas entran de pronto en una rotación frenética cuyo núcleo es el espíritu del muerto y así se concentra en una densidad energética que es propulsada hacia las profundidades del cosmos. ¿A dónde va? Quién sabe. Visitan galaxias, planetas, estrellas moribundas, nebulosas.
Camino entre montículos de tierra con sus cruces unos y otros, desvanecidos, apenas y se elevan entre lápidas y tumbas un poco más elaboradas. Los cementerios de los pueblitos son sitios callados, casi podría decir que abandonados; están envueltos en polvo, espinas, nopaleras, flores marchitas, dispersas por el suelo. Las aves se posan sobre la muralla de roca que delimita al panteón, pero nunca entran; se quedan allí observando, calladas. Reptiles se arrastran, siseando, entre las rocas y el polvo y a lo lejos se escuchan perros ladrar. El día está raro; nubes se forman en las partes altas de la sierra y se desbaratan lentamente, y sus hebras son iluminadas por el sol y arrancadas por los vientos hasta que terminan por desaparecer. A ratos es tan silencioso que me doy cuenta de mi propia respiración, y entonces pienso en mi muerte, en cómo será mi tumba. ¿Importa si la tengo? No creo. Pero de tenerla será solo un pequeño y discreto montículo de tierra con algunos arreglos encima (¡nada de cruces ni vírgenes!) y ya. Tendrá mi nombre labrado sobre un tablón y con el tiempo la madera se va a pudrir y todo aquello quedará como un remanente de un ser humano más, de un funeral como tantos. Alguien se acordará, tal vez, y vaya cada tanto a dejar alguna ofrenda, un objeto simbólico y cuando ponga su mano sobre aquel montón de tierra tal vez sienta un ligero temblor, un susurro o un discreto escalofrío recorriendo su piel.
Flores de plástico
- Columna de Adrián Herrera
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Adrián Herrera
Ciudad de México /