Cultura

Fin de año

Una quiere bajar de peso. El otro se amenaza a sí mismo diciendo que ya, por fin, dejará de fumar. Otro más se entrega a la promesa de hacer ejercicio (está gordo y realmente le serviría) y por ahí una dama exaltada promete leer un libro (nunca ha leído uno). Entre familiares, amigos y colegas ya se advierte esta ansiedad por prefigurar los ominosos e imprácticos propósitos. Si, los de año nuevo. Todos estamos familiarizados con ellos. Son parte de este ritual extraño que se da por estas fechas y que promete cambiar la vida de las personas. Pero, como ya indiqué, no sirven para nada. Y no digo que uno no deba tener metas en la vida, nada de eso: sugiero simplemente que el mecanismo bizarro que mueve estos deseos no es el correcto y la ilusión que se genera con ellos es solo eso.

Por alguna razón todos se dejan envolver por esta sinrazón de las promesas truncas.

Y no digo que proponerse cosas sea malo, no; pienso –lo he visto– que en la mayoría de los casos es echar lo dicho en un saco roto. Los propósitos son parte de un ritual pactado, producto de una ansiedad por no haber hecho lo que uno debió hacer durante el año. Y así llegamos a una fecha (que no tiene ningún sentido ni significado por ella misma) y llenamos tarjetitas con pliegos y deseos que jamás habrán de cumplirse del todo. Pero nos reconforta. Lo más interesante es que muchos –casi todos– ni se acuerdan de las mamadas que se propusieron un año antes. En efecto; he estado haciendo preguntas a amigos y familiares y solo uno contestó que “más o menos” recordaba algo que tenía que ver con ponerse a dieta y hacer ejercicio, cosa que por supuesto no hizo. A mí no me gusta andarme haciendo promesas; vivo casi al día: planteo algunas cosas que me parecen insoslayables, me remito a lo más urgente o apremiante y saco la chamba. El problema es que las listas de pendientes lo mecanizan a uno; te atan a una agenda que muchas veces ni quieres ni puedes cumplir. Salvo lo que tiene que ver con la responsabilidad y el deber, claro. Quiero decir que hay cosas que se tienen que hacer, por encima de que nos gusten o no. El resto de nuestros proyectos personales tienen que ver con deseos, frustraciones, con lo que nos dicen que podríamos hacer para ser felices o mejores y con el simple hecho de que nuestras vidas son aburridas y tenemos que inventarnos cosas para llenar ese hueco.

El fin de año trae una ansiedad implícita; nos hacemos creer a nosotros mismos que tal fecha representa el punto efectivo entre un fin y un comienzo. Y esto conlleva algunas suposiciones; primero, que las cosas van a mejorar y que lo mal hecho, se olvida. Eso –ya lo sabemos– no ocurre. Segundo: que con el paso del tiempo nos volvemos más sabios, respetables y decentes. Debo insistir: lo que yo he visto es que, conforme pasa el tiempo, la mayoría de las personas se vuelve más pendeja, más despreciable y poco confiable. Lo peor es que muchas de estas personas realmente se toman esto de los propósitos muy en serio, y quieren que otros les sigan el juego y les aplaudan. Oiga, si necesita atención o afecto, hay maneras de lograrlo, pero por favor sea tan amable de no involucrarnos en sus frustraciones, proyectos disparatados y masturbaciones mentales: “Hoy comencé en el gym; ¡deséenme suerte, amigos!”. Vete a la punta del carajo, animal de pantano, tómate selfies frente al espejo y apláudete a ti mismo las mamarrachadas que se te ocurren. Esas terapias motivacionales y los libros de autoayuda y superación están haciéndole mucho daño a la gente, de veras.

Hay una creencia generalizada de que hay un comienzo, un punto en el calendario donde se resetea todo, un momento que justifica e impulsa estas promesas. Pues no. De hecho, es más fácil ser espontáneo y tomar decisiones conforme se van presentando las ideas y los impulsos. Yo no distingo comienzos ni finales, excepto nacer y morirse.

Uno puede hacer lo que se le venga en mente en el momento que quiera. Supongo que tiene que ver cómo percibe uno la vida; algunos la ven como un rompecabezas que hay que ir armando poco a poco y con mucha paciencia e intuición hasta terminar con una imagen clara y ordenada de nuestra vida y entorno. Yo digo que es al revés: la vida es un puto rompecabezas ya armado al cual hay que irle quitando piezas y mezclándolas en desorden para que, al final, acabe como lo que realmente es: un desmadre sin sentido. Porque así nos vamos desbaratando y al final terminamos difusos, dispersos, rotos y descojonados. Por eso los propósitos no tienen ningún sentido más que el de evitar futilmente este proceso de disgregación. Hoy en la mañana me preguntaron qué propósito tenía para el año nuevo. –Hacerme pendejo, –les dije–, llevo todo el año haciéndolo y no veo para qué cambiar de actitud. Además, admito que lo hago bastante bien.

Bueno, pues, le comento que lo que he dicho no es cierto; uno de los propósitos en mi vida es no hacer propósitos. Y a propósito de eso, sépase que lo he cumplido, puntualmente.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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