
Nayarit. Rolleiflex SL-35. Ektachrome 100.
Camino por la playa. Repentinamente el viento sopla fuerte y cálido, y levanta una oleada de arena que lacera mi rostro. Cierro los ojos. Me envuelven aromas a sal, algas, madera, un toque de humo lejano y crema bronceadora. No escucho más que el azote convulso y el grito burbujeante de las olas sobre la playa y la arena raspándose contra sí misma y con el viento que la empuja de manera lastimosa hacia los acantilados.
Aparecen trozos de madera que el oleaje ha traído desde quién sabe dónde; maderos encurtidos por el agua salada y el viento. Se recuestan a tomar el sol, a llenarse de arena y viento y a pensar en el cuidado de su piel, que ha sido atacada por las rudezas del ambiente.
Allá entre las aguas aparecen de cuando en cuando cabecitas de gente que se mecen entre las olas, que a ratos parece que se las tragan, pero pronto salen otra vez a tomar aire y a continuar su ascenso y descenso entre aquel vaivén interminable y vertiginoso. Ya no las veo.
Una fragata sobrevuela; planea silenciosa, aprovechando las corrientes de aire cálido que se elevan justo en la línea que se forma entre la playa y el mar. Casi puedo escucharla.
Más arriba hay un pequeño acantilado; una iguana contempla el oleaje, impávida. Pareciera como si su piel escamosa y ruda no fuera más que una mancha de liquen sobre la roca. Me distraigo unos segundos y cuando regreso a verla, ¡se ha ido!
Allá donde el agua y el mar se tragan la vista puedo ver una pequeña embarcación. Un lánguido mástil sube y baja entre una línea de agua borrosa, sublimada. Desaparece.
Lejos, en ese plano donde ya no se distingue la orilla de la playa con la de la costa, siluetas: un grupo de personas frente al agua permanece un rato, sin moverse. Pronto el calor y la brisa forman un espejismo y lo borra.
Sobre la playa: una cubeta de plástico con su pala, alrededor de un agujero en la arena anegado y lo que en algún momento fuera un gran reino medieval esperan resignados a que llegue el fino y constante oleaje para terminar con aquella poderosa fantasía.
Hay camastros roídos con sombrillas encima. Gente recostada ahí. Son solo cuerpos inertes de piel vieja, arrugada, encurtida, tostada y ojos cerrados. Bultos turgentes que ya no sienten ni la brisa ni el calor que se filtra por la sombrilla que los cobija como una mortaja. Exudan deleznables y pungentes aromas a coco, piña y grasa. No sueñan, no imaginan, solo están tumbados allí, escuchando el eco de los labios del mar romper y morder la arena, esperando a que llegue una ola gigante, hambrienta y maliciosa y se los trague.
Quiero llegar al hotel. Imagino estar tumbado sobre un camastro junto a la alberca, bebiendo y leyendo un libro de piratas. Al regreso me encuentro con una estructura de metal a mitad de la playa con ropa colgada. Los vestidos están ahí, uno junto al otro, trémulos, hacinados, dejándose estrujar por el viento, descolorándose, resecándose, impregnándose de sal, aburriéndose; esperan aventuras ridículas, tontas eferevescencias, puñeteras nostalgias, recuerdos inertes y fotografías fosilizadas. Y mientras los observo siguen ahí, pacientes, relajados y estúpidos, esperando cuerpos.