En la ciudad distingo cuatro espacios que tienen mucho en común: las construcciones en proceso, ruinas, lotes baldíos y, claro, cementerios. Son sitios inhabitados, extremos que se tocan.
Todo edificio, todo espacio, tiene su tiempo y su desenlace. Incluso aquellas estructuras que han persistido después de miles de años, ni son lo que eran ni se usan de la misma manera; representan otra cosa. Estos edificios y estructuras han sobrellevado algo así como una serie de “actualizaciones”.
Cada que paso por una construcción en proceso me detengo a observar; son una fantástica e inacabable exposición de texturas. Por lo mismo intento siempre llevar una cámara con rollo blanco y negro. Por supuesto que el color tiene su lugar, pero los claroscuros que se generan a lo largo del día descubren y resaltan los complejos e insospechados tonos de gris que el color no puede revelar. Se descubren así curiosas formas geométricas que con los cambios de luz me recuerdan a lugares como las catacumbas de París, un antiguo oráculo en el Egeo, alguna hacienda abandonada en el altiplano mexicano o la quietud de un monasterio medieval. Todo aparece como un espejismo, una ensoñación, y a ratos, como la proyección de un deseo para escapar y refugiarse en alguna de estas construcciones de la mente.
Camino por entre un edificio a medio construir. ¿Puede fotografiarse un aroma? La imagen de una pared recién zarpeada, con sus gránulos aún cayendo al suelo y sus húmedos tonos de gris oscuro genera de inmediato un aroma a cemento fresco. Lo mismo ocurre con el yeso. Si a esto agregamos el humo del ocote con el cual los albañiles calientan sus tortillas y guisos nos llega un conjunto de sensaciones que forman una imagen mental concisa, concreta. Porque una construcción es un pequeño universo urbano repleto de sonidos, sombras, aromas, tactos. Nos adentra en un mundo donde se descubre un laberinto de espectros, reminiscencias, ecos, sospechas, falsos recuerdos y memorias por venir. Hay fantasmas, tesoros ocultos, pasadizos misteriosos y objetos inquietantes.
Aquel verano visitamos Uxmal. La mayor parte de los templos y edificios fueron construyéndose poco a poco, en etapas bien identificadas por sus estilos arquitectónicos y que al final de su tiempo, cuando aquella urbe fue abandonada, grupos erráticos vivieron allí, utilizando las ruinas y modificándolas de manera torpe y práctica para ocuparlas. Luego vino un abandono casi total y la jungla reclamó el sitio. Después fue redescubierto y, en etapas sucesivas, se reacondicionó para usarse ya no como centro urbano, sino como lugar de interés académico y luego como atracción turística. Tal es su estatus hoy en día.
En Campeche existe una antigua hacienda que fue rehabilitada para servir como “hotel boutique”. Una parte de la misma, en ruinas, fue rediseñada como espá, alberca y área de relax. Conservaron una parte de la fase antigua mientras que el resto ha sido completado con arquitectura contemporánea.
El lote baldío es otro escenario complejo. Puede verse con una reminiscencia de los alrededores naturales, como un reclamo de la misma naturaleza o un recordatorio de nuestra obsesión por transformar el mundo en una pesadilla urbana.
El baldío es un poco un sitio contradictorio e incluso distópico; posee restos tanto de civilización como de naturaleza cruda, pero no es ni uno ni otro. Se encuentra aislado y representa una dicotomía, un lugar único que muestra un choque de fuerzas y de intenciones. Posee una flora y fauna que le son propias. Convive allí una serie de objetos familiares; basura que se ha modificado a tal grado que ya no puede identificarse, trozos de cerámica y vidrio, muebles rotos, latas y recipientes llenos de agua e insectos, huesos, alambres que parecen vivos, restos de hogueras y vestigios de artefactos misteriosos.
Y estos parches, diseminados por toda la mancha urbana, se conectan de manera conceptual para conformar una especie de parque extraño, inquietante, que a veces representa un escape y otras un frustrante intento de liberación.
Las ruinas urbanas, llenas de basura y excremento hablan de fases por las cuales pasan los edificios, los espacios. Son como templos perdidos, oráculos que huelen a mierda, a humedad y a humo. Aparentemente nada ocurre ahí y se les toma por espacios muertos. Pero en realidad son espacios transicionales. En algún punto serán rescatados, transformados, actualizados o demolidos.
También hay sitios que permanecen deliberadamente abandonados, mas no olvidados. En el centro de Monterrey existe una casa antigua donde ocurrieron hechos abominables. Es la casa de la calle Aramberri: en 1933 fueron apuñaladas durante un robo una madre y su hija. La casa estuvo abandonada por décadas, pero su fama fue paulatinamente creciendo hasta transformarse en leyenda.
No solo estos espacios, sino todas nuestras edificaciones, representan no refugios, sino sitios llenos de imaginación y muerte. Mausoleos de los cuales nunca saldremos.