En aquella montaña hay una cueva. Es un lugar importante: dentro vive el último viejo. Todos han muerto; solo queda él y se dice que tiene más de 100 años y lo ha visto todo. Otros aseguran que, de hecho, todo lo sabe. Se especula, incluso, que puede ver con claridad el futuro. No sale de allí; se alimenta de hongos, insectos, brotes de extrañas plantas y bebe el agua misteriosa y luminiscente que emana de las entrañas de la roca. Está casi ciego, pero se guía con el tacto, con el poco oído que le queda y sintiendo las vibraciones en las paredes y estalactitas que cuelgan como colmillos acechantes. Pero se vale más de la memoria, la cual conserva limpia, incorrupta y dolorosamente clara, y que le permite deambular sin problema entre aquel laberinto de oscuridad.
Los viejos fueron muriendo. Sí, morían de viejos, pero más de melancolía, pues sabían que nadie les iba a suceder. Hace años algo ocurrió: los jóvenes comenzaron a morir jóvenes y los viejos poco a poco se fueron alejando cada vez más de esas vidas truncadas de manera prematura e inexplicable, y así vieron cómo se iba estirando el abismo entre estas generaciones. Así los jóvenes no alcanzaban la edad mínima para recaudar suficiente experiencia y ejercitar la correcta y añeja reflexión, contemplación e intuición, para lograr transformar todo esto en sabiduría. Sí: aquel mundo se transformaba en un sitio joven, vibrante, efervescente, espontáneo y despreocupado, pero al mismo tiempo impulsivo, irreflexivo, errático, enajenado y muchas veces tonto. Sabían que nunca llegarían a viejos, y quizá por eso se entregaron a los placeres inmediatos, a lo inconsecuente, a la banalidad, la violencia y el desenfreno. Las mujeres renunciaron a la maternidad y dieron paso a la lujuria, los gozos de la carne y al chismorreo.
El viejo vive solo y aburrido. Es tan viejo que ya ha sobrepasado la melancolía, el sinsentido y la decepción. A ciertas horas sale de la cueva y se sienta en una roca, en la punta de un peñasco, y siente las nubes rozando contra las cumbres, la brisa mineral, herbácea y con notas ahumadas que sube desde valle por las cañadas y el calor del sol. Ahí siente la vibración de los truenos lejanos, escucha el chiflido vertiginoso de las golondrinas precipitándose por los acantilados, el claquetear de las pezuñas de los cabritos contra las rocas de aquellas veredas perdidas y los ecos del graznar de los cuervos romperse en los riscos. Luego se retira hacia los ominosos claroscuros de su gruta y por las noches recuerda esos tiempos cuando había muchos como él y se sentaban alrededor del fuego a conversar, a recordar, a inventar historias, a dibujar cosas sobre la fina arena mezclada con la ceniza de hogueras ancestrales y a mirarse a los ojos mientras las llamas del fuego les cambiaba el rostro y encendía sus ojos como poderosos demonios de la imaginación. Hoy solo quedan fantasmas que rondan entre la bruma que se cuela lenta y sigilosamente por entre las rocas; pasan entre ella, cautelosos, ocultándose de la luz de la luna, y así entran a la cueva, rozando sus paredes y electrificando el ambiente. Entonces danzan lenta y de manera envolvente mientras suspiran nombres de personas y lugares perdidos. Y el viejo sabe que está cerca de entrar en la parte más recóndita de la caverna, en un sitio sin retorno de donde nunca se sale y en donde ya no es posible recordar, imaginar, ni soñar. Ese oscuro lugar lo llama.
El viejo duerme. Su respiración es succionada hacia lo más hondo de la caverna, como si aquel agujero se alimentara de aquellas exhalaciones escuálidas, apenas suspiros, murmullo inquietante lleno de silencios, de olvidos. Recostado sobre un camastro de pieles de cabra y cañutos, con su rostro cubierto de tizne y sus ojos apagados y oídos tapados con barro sueña con cosas que nunca ocurrieron, con futuros imposibles y pasados no realizados. Ya no lo acosan ni atormentan monstruos, quimeras, demonios, espectros ni apariciones: el tiempo los ha exorcizado. Solo quedan imágenes difusas, dispersas, impresiones de una memoria que se aferra a desaparecer. Sabe que de la nada viene y a la nada va; eso lo reconforta. Ya despierta. Las cabras caminan por las veredas, pájaros silban y vuelan, el viento rompe contra las paredes de roca y el sol evapora la humedad del rocío. Como todas las mañanas.
El viejo sabe que su muerte se acerca. La presiente. La desea. Así aguarda, callado, expectante. Él es la muerte que se anuncia entre las frías ventiscas de la sierra y en el reflejo moribundo de los atardeceres. Él es la última muerte. Abajo, en lo que queda del pueblo, el bullicio efímero de los jóvenes alborotan a los zopilotes que los sobrevuelan, esperando en silencio, salivando y con los ojos bien abiertos, porque una vez que muera el último viejo, aquellos mozos llenos de júbilo comenzarán a dispersarse por el desierto, los valles y las montañas, como animales salvajes, desprovistos de memoria, de esperanza, de visión, de sentido.
Ya falta poco.
El último viejo
- Columna de Adrián Herrera
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Adrián Herrera
Ciudad de México /