Desde hace muchos años, soy juez de varios concursos de cocina. Tengo una manera de ver las cosas de manera objetiva, pero también desde mi punto de vista. Porque el tema de la comida implica mucho un acercamiento subjetivo, una opinión personal. Y esa opinión tiene más valor en tanto que la persona que la emite posee más experiencia, como cocinero y como comensal.
Pero, como ya indiqué, no solo se trata de ser un buen comensal y un buen cocinero; para evaluar correctamente un platillo se requiere de algo mucho más importante: conciencia gastronómica. Esa es una mezcla de dos cosas: tener cultura y ser conscientes de lo que uno se está llevando a la boca. Es un proceso particularmente complejo. Con ello quiero decir que sí: la mayoría de las personas pueden opinar, pero lo hacen a lo pendejo, porque no tienen lo que se necesita para que esa opinión tenga una validez que logre justificar una nominación, un premio o una reseña de un restaurante. Así de fácil. Lo digo porque hoy, y gracias a las redes sociales, cualquier ignorante creído se siente capaz de opinar sobre cocina. Bueno, sobre lo que sea, pero especialmente consideran que poseen habilidades que van más allá de lo natural, y así espetan recomendaciones y juicios que obviamente están muy desprovistos de calidad.
Hace unos años me dieron una distinción; se le otorgaba a aquellos cocineros que, a juicio de un grupo de personas, merecían tal reconocimiento. La semana pasada me dieron otra, ahora por parte de una revista. Fue por mi trayectoria en el medio de la gastronomía. En ambos casos no se trató de un premio: no eran concursos. Y ahí está el problema. En un concurso, los competidores presentan sus creaciones de acuerdo a los estándares de la cocina internacional y se evalúa según el mejor criterio de los jueces. Así, el seleccionado gana un premio que corresponde a ese certamen, y nunca se le considera que es el mejor cocinero ni de su país y mucho menos del mundo. Pero cuando una compañía privada –una revista– crea un nombramiento donde se designan a cocineros como los mejores de Latinoamérica y del mundo, pues hay algo sospechoso en ello, porque en el mundo hay un chingo de cocineros y no me queda claro cómo le hicieron para procesar esa cantidad de información. No es humano.
A los cocineros y restaurantes seleccionados como los mejores les venden esta idea de que son la mamada. Sí, son buenos, sin duda, pero les dan oro por cuentas de vidrio. Y muchos de estos premiados se les sube a la cabeza y se chiflan. Y precisamente uno de los efectos que los premios han tenido en nuestro país es el de dividir, no el de conjurar, incluir y concretar. Los premios han escindido el esfuerzo gastronómico del país; se han formado grupúsculos aquí y allá, y todos se creen los mejores. No está bueno. Se supone que un reconocimiento es un estímulo y, además, una extensión para el equipo de trabajo del cocinero o chef nombrados y, en un espectro más amplio, de la ciudad, región o país que representa.
Mire, no tengo ningún problema con que una compañía privada o un órgano de gobierno arregle un concurso y determine, bajo sus reglas y estándares, quién o quiénes, en su opinión, son notables. Dije “notables”; caer en “el o la mejor”, pues es un ejercicio de necedad y de exceso como no se había visto.
Vamos entonces a resumir el asunto. No hay manera de concluir que, en todo el puto globo, existe un mejor chef y restaurante. El planeta posee una diversidad tremenda –insospechada– y para llegar a semejante conclusión se necesitarían muchos años para alcanzar un consenso medianamente acertado. La lista de mejores chefs y restaurantes es un ejercicio netamente publicitario y, en cuanto que es capaz de ejercer una influencia cada vez más amplia, se fortalece su prioridad para consigo misma y sus intereses. De esto último se desprende que para una gran mayoría de personas que no poseen una cultura gastronómica, las decisiones de estas listas aparecen como válidas y ciertas, y como no tienen elementos para cuestionarlas, las dan por buenas. Los medios, por su lado, reportan estos “resultados” y refuerzan la validez de tales informaciones. Esto incluye tanto medios que reportan meramente los datos y los que asumen posturas más críticas, pero dada la conveniencia de tal fenómeno, terminan por asentir, y así colaboran con la difusión de los resultados, validándolos. O sea que la cosa no tiene remedio.
Yo me quedo con estos dos formatos: el de distinguir y reconocer a alguien por su trabajo, y el de premiar bajo el esquema de una competencia. Lo otro es un mero artificio para crear publicidad, atraer patrocinadores y tergiversar el mundo de la gastronomía. El mejor chef y el mejor restaurante del mundo no existen, que quede claro. Son demasiadas opciones como para sintetizarlas en un ganador o en una reducida lista. A la mierda con las listas. Y si para esas vamos, he sido mi propio juez y me nombro, aquí y ahora, como el mejor chef del mundo. Demuéstreme lo contrario.