Vivo sobre la falda de una montaña, a la entrada de un cañón de roca escarpada y blanca. En la noche la luz de la ciudad se proyecta en la caliza estratificada y la hace parecer como de plata, en un fulgor que se mezcla con el titileo de las estrellas y la blancura de la luna. El clima es fresco y sopla una brisa ligera y agradable. Se escuchan los ladridos de perros aquí y allá, envueltos en el fino temblor de los grillos y el fragor del tráfico lejano de la ciudad. Estoy en el patio bebiéndome un vaso de whisky, disfrutando la noche y leyendo la epopeya de Gilgamesh: "¡Montaña, tráeme un sueño; vea yo un anuncio favorable!" y entonces miro el borde afilado de la cordillera e imagino que estoy allá arriba, entre el aire frío y aromas a humo, yerbas y mineral, esperando quizá una revelación. De pronto se escuchan 12 detonaciones de un arma semiautomática seguidos de una voz indistinguible y un grito. Marco la hora: son las 8:50. Esto ocurrió como a 5 cuadras de mi casa. Entretanto, no se oye nada; los perros callan y todo está en una quietud nerviosa cuando a las 9:06 comienzan a escucharse sirenas que vienen de lejos. Los chillidos se detienen hacia las 9:11. Mi familia sale al patio a averiguar: -Papá, ¿qué fue eso? -pregunta la niña-; -Pues no fueron cuetes, respondo. El niño y mi mujer salen presurosos; saben perfectamente bien de lo que se trata, pues no es la primera vez que escuchamos balazos y explosiones en el barrio y los alrededores. ¿Un enfrentamiento? No; esta vez no hubo intercambio: de seguro fue una ejecución. -Tengo miedo, -declara el niño-, vamos a meternos. Mi mujer y yo explicamos que no tiene que ver con nosotros, que puede tratarse de un ajuste de cuentas. Decidimos hablar con la verdad porque esa es la realidad que vivimos. Sería mucha mamada decirles que son cuetes: no son pendejos, saben que son disparos. Hace unas semanas en el parque que está saliendo de la colonia mi mujer y mi hija vieron un cadáver, rodeado de policías y un forense; años antes presenciaron una ejecución a mitad de la calle, otra vez mataron al jefe de policía a unas cuadras de casa y después les tocó un enfrentamiento entre el Ejército y un grupo armado justo enfrente de su escuela y hubieron de esperar a que terminara la balacera echados en el suelo. Y solo son algunos ejemplos: hay muchos más. No hay manera de sacarle la vuelta a esto. Prefiero que entiendan poco a poco el problema social en el que estamos envueltos y que aprendan a vivir con él. Seguimos afuera, esperando más sirenas o gritos, pero solo se escucha el eco de los perros y el temblor constante y rítmico de los grillos. Al niño lo veo cada vez más inquieto y la niña, sentada sobre el cofre del carro y moviendo los pies, dice: -Papá, ¿quieres que te cuente un cuento? -asiento y mientras relata dejo de pensar en los disparos, los gritos y las sirenas y ambos escapamos de esta realidad angustiante. Al niño, en cambio, lo veo cada vez más nervioso y se sobresalta con cualquier cosa: un reflejo aquí, una sombra allá. Mi mujer los manda a dormir pero dadas las circunstancias terminan en nuestra recámara: están muy agitados y no logran dormirse. Horas después, ya que todo está sereno y una vez que el miedo y la angustia se queda en ellos de forma latente (y que persistirá durante muchos años), apago las luces y los regreso a sus cuartos. Vuelvo al patio, me sirvo más whisky, contemplo la noche estrellada y la fría y blanca montaña y no dejo de pensar en el sueño de Gilgamesh que en aquella cumbre pedía un buen presagio. Quizá mi blanca montaña sea solo un gigante fantasmal, inerte y callado; tal vez no sea más que un espejo en donde proyectar nuestras pesadillas, temores y deseos frustrados.
¡Disparos!
- Columna de Adrián Herrera
-
-
Adrián Herrera
Monterrey /