Muchas veces es mejor permanecer ciclados en el reconfortante adormecimiento perpetuado por el fanatismo, la sinrazón y el sinsentido, por eso a veces la estulticia es la única postura que muchos asumen: no les queda de otra
Tengo un pariente que está convencido de que, de toda la familia, yo soy el más creyente. En Dios, claro. Y más concretamente, en Jesucristo. Siempre me extrañó que pensara así –¡lo sigue creyendo!– porque soy, de hecho, el ateo más acérrimo de la familia. Y del barrio. Y del estado, probablemente.
Escribí un libro, Púdrete en el infierno, donde hablo extensamente –hasta el cansancio– sobre el tema. No creo haberlo dicho todo, pero sí lo suficiente. Bueno, casi. Mire, el asunto no es si creo o no en Dios, en el Espíritu Santo, en Jesucristo o en Huitzilopochtli. Luego de reflexionar un buen rato la razón real se develó ante mí como una aparición fantasmal venida de otra dimensión.
Mi pariente insiste en que yo soy muy creyente porque, en el fondo, no puede aceptar lo contrario. De hacerlo, estaría, inequívocamente, aceptando la posibilidad de que sus creencias fueran falibles. Imagino así que el proceso de terror y angustia que esto le ha de generar sobrepasa su capacidad no solo de cuestionarse, sino de siquiera considerar esa opción. Es una aventura que no está dispuesto a tomar. Porque ya el mismo hecho de querer cuestionar presupone una intención de ensayar esa posibilidad, la de que quizá lo que creemos no sea del todo cierto.
Por eso muchas veces es mejor permanecer ciclados en el reconfortante adormecimiento perpetuado por el fanatismo, la sinrazón y el sinsentido, por eso a veces la estulticia es la única postura que muchos asumen: no les queda de otra. Y siempre es mejor pecar por necio que por incrédulo.
Hay varios tipos de creencia. Creer, por ejemplo, que la ciencia puede saberlo y resolverlo todo. Es una confianza excesiva, muy común, que se aplica a muchas cosas. Ahora con la pandemia se popularizó la idea de que el dióxido de cloro era capaz de evitar el contagio y de curarlo una vez adquirido. Esta creencia fue motivada por el miedo y la desesperación.
Y no hay que dejar fuera las cadenas de oración, son súper efectivas. ¿Para qué? Para nada, pero como quiera no funcionan. La creencia en lo religioso, lo sobrenatural y en la superchería tiene que ver más que todo con un sentimiento de certeza que viene como consecuencia de una ansiedad profunda. Promesas en una vida eterna, en el castigo divino a quienes obran mal y en un premio que nos espera hacen de esta tendencia algo difícil de resolver.
Otras creencias se basan en impulsos emocionales y viscerales, como la fe en los equipos deportivos o en los ideales políticos. Mucho tiene que ver que son los mismos políticos, embebidos de esta ensoñación ególatra y capacidad de manipulación, los cuales se dejan envolver y abstraer por los influjos del poder, de ahí que sus cualidades más notorias sean justamente la manipulación, la mentira y la sospecha.
El tema deportivo es más una cuestión tribal, creo yo, y bajo el influjo del alcohol suele ponerse violento el asunto. Pero de eso no voy a hablar porque el futbol me desagrada muchísimo. Ayer precisamente publiqué una opinión sobre por qué pensaba que sería conveniente admitir a terapia psiquiátrica a ciertos políticos, tanto por las incongruencias que decían y hacían como por sus actitudes explosivas. Después tuve que añadir que no tengo afiliación política, religiosa, deportiva ni de ningún tipo, porque varias personas, afines a los políticos que critiqué, me insultaron. A unos los confronté; me acusaron de ser partidario del partido contrario y afín a una cierta tendencia económica que desconozco.
Y así se los hice saber. Les pedí que argumentaran de manera ordenada –sin insultos– en contra de mi declaración y no pudieron hacerlo. Queda claro que cuando uno está cegado y se entrega a una creencia, no hay manera de hacerlos entrar en razón ni podemos esperar que sean reflexivos ni que cuestionen lo que defienden.
Está cabrón. Y así vivimos, rodeados de zombis que reaccionan antes que reflexionar, gente que justifica no sus convicciones, sino sus obsesiones en arrebatos de vituperio y violencia. Una horda de humanoides irracionales, mentalmente contracturados y arrebatados por la ira y las pasiones nos acechan y encuentran fértil terreno de expresión en las redes sociales, pues pueden escudarse detrás del anonimato y de la posibilidad de un enfrentamiento físico inmediato.
Yo le voy a decir lo que pienso que está mal aquí: nos hemos acostumbrado a festejar la estupidez y la ignorancia, la reacción sobre la reflexión. Y, más importante, la falta de sensibilidad. La cultura, la ciencia y la filosofía nos causa un prurito que no logramos asimilar y lo resolvemos bloqueándolo y ridiculizándolo. Lo procaz, lo banal, lo pueril e inconsecuente son la base de nuestros nuevos valores. El punto es que una cosa es creer y otra creérsela.