El golpe, tremendo, se escuchó a cuadras de distancia. Estaba en mi restaurante cuando ocurrió, a calle y media del accidente. Fue tal el estruendo que todos salieron a ver. Con el pulso acelerado caminé cuadra abajo hacia la avenida y otro tanto a la izquierda hasta donde estaban los vehículos. Uno, a mitad de la calle, vidrios, pedazos de plástico, líquido de radiador, bolsas de aire reventadas. Sobre la banqueta, un niño aturdido, una niña en shock atendida por una mujer y un hombre, nervioso y con sangre en el rostro y moviéndose en círculos, intentando hacer una llamada. El otro vehículo, replegado contra la barda de un negocio, fuertemente golpeado y sus tres ocupantes alrededor, guardando distancia. No parece haber heridos de gravedad. Me acerco a la señora:
—¿Todo bien?
—¡No!—, responde, con un tono de preocupación tan intenso y arrebatado que no quedó duda que se trataba de la mamá de la niña. El papá sigue en la banqueta, agitado y confundido:
—¿Necesitas algo?
—Sí —dijo—, una ambulancia.
Saqué mi celular y me dictó un número, pero estaba tan nervioso que no era el correcto. Entonces vi que finalmente logró comunicarse con su teléfono y fui a donde estaban los ocupantes del otro carro. Estaban afuera, como robots a los cuales se les ha desenchufado una función esencial y se encuentran moviéndose de manera errática.
—¿Hay heridos?
—¿Qué?
—Heridos...
—Ah... no sé, no creo—, respondió, como ido.
Todos traían gafetes con nombre, puesto y foto. Eran oficinistas. Regresé a donde estaba la familia. El papá sigue nervioso. Ya viene la ambulancia, dice, con la voz entrecortada. Bien. Echo un vistazo a los niños y a la mamá: siguen agitados. Ella continúa atendiendo a su hija cuando de pronto el niño rompe en llanto. Es buena señal. Quiere decir que ha salido del shock y comienza a liberar tensión. Por la avenida los autos se detienen brevemente y sus ocupantes se asoman, curiosos, haciendo muecas. Le sacan la vuelta al vehículo chocado y continúan. Del otro lado de la calle hay una placita con restaurantes y cafeterías. Es sábado en la tarde: están abarrotados. Los que están en la terraza comen, beben y observan la escena. Algunos sacan foto y video. Atravieso la calle ya de regreso y me detengo unos minutos para verlos; ríen, disfrutan su tardeada. Comienzo a enfurecerme; ninguno se acercó al accidente a ver si se necesitaba algún tipo de ayuda. Se quedaron ahí, en el confort de su situación, mirando pasivamente, como quien está frente a una obra de teatro, una improvisación artística, una mera curiosidad histriónica. Pero lo registran mórbidamente en sus celulares para compartirlos en sus grupos de WhatsApp: “¿Ya vieron? ¡Estuvo fuertísimo!”, “Ya llegaron los policías... ¡casi me desmayo del susto!”.
Qué coño le pasa a esta gente.
Al lugar del accidente ya han llegado una ambulancia y patrullas. Paramédicos revisan a los involucrados mientras un oficial de tránsito elabora un croquis para elaborar su reporte. Ya se estaciona un carrito de seguros.
Llego al restaurante y subo al auto para regresar a casa. En el trayecto voy inquieto, reviviendo imágenes y momentos del accidente.
Me tumbo en el sillón de la sala, le doy un trago a un vaso de whisky. Pienso entonces que quizá no debí haberme involucrado, que tal vez la actitud de la clientela de los restaurantes estaba justificada y que yo no tengo razón para estar a mitad de un accidente del cual no soy parte. Pero racionalizo que esta gente, al no involucrarse, al mostrarse pasivos, solo muestran una falta de empatía, de civilidad, y me encierro en una serie de pensamientos que le dan vuelta a esto de cómo hemos perdido nuestra capacidad de reaccionar ante la tragedia ajena, de cómo la tecnología nos ha ido poco a poco alienando, deshumanizándonos y de cómo estos aparatitos personales ha logrado sustituir no solo nuestra experiencia inmediata, orgánica y real, sino también nuestra memoria.
Termino el primer vaso de whisky y al servirme otra tanda me doy cuenta de que todo eso es un montón de basura; es un recurso que me he intentado vender a mi mismo para ocultar lo que verdaderamente estaba sintiendo. Regreso unas horas en el tiempo, hacia el momento del accidente. Estoy en mi restaurante. Camino apresuradamente calle abajo hacia la avenida. Tengo el pulso acelerado. No tengo idea con qué me voy a encontrar allí. Avanzo como arrebatado, cegado por un impulso irracional, como un autómata. Entonces me queda claro: nunca hubo tal intención de ayudar o ser empático. Me acerqué ahí por morbo y porque necesitaba una descarga de adrenalina, un momento catártico para sacarme momentáneamente del marasmo en que estaba inmerso. Y por eso mismo arremetí contra esos comensales y mirones, pues yo mismo me identifiqué con su actitud. Solo estaba ahí para experimentar un torrente de sensaciones intensas, nada más.
En los días que siguieron me enteré: la niña había sufrido una contusión craneal severa. Murió en el hospital esa misma noche.