Como usted sabe, soy juez de un concurso de cocina de televisión, Masterchef. Y la televisión posee un lenguaje y técnica propios. En el caso de Masterchef, es una franquicia internacional y, como tal, sigue un formato que debe respetarse. Esto quiere decir que el concurso funciona, a grandes rasgos, sobre un engranaje de cocinadas en fases con características específicas. Para lograr esto hay una persona que se llama showrunner y es quien dirige el desarrollo de este proceso. Él dice en qué orden deben pasar los participantes al podio a presentar sus platillos y establece algo muy importante: el manejo del tiempo. Esto quiere decir que uno no puede ponerse a hablar a lo pendejo ni tomar acciones sin autorización: hay que seguir un orden. Y gracias a esto es que el programa tiene un flujo armonioso y en concordancia con el diseño de la competencia. Y para lograr esto debe existir una comunicación efectiva entre el showrunner que está en la cabina (el master), los jueces y la presentadora. De esta manera, de pronto se le da la orden a la presentadora de que informe a los participantes de que los jueces van a probar sus platillos. Luego se nos indica que pasemos uno a uno al podio para evaluarlos. Lo que decimos es cosa nuestra, pero el orden y los tiempos los dicta la dirección. Esta comunicación se logra a través de un artefacto diminuto denominado chícharo, pues tiene la forma y el tamaño de un puto chícharo (aunque se parece más a un estómago pequeño o una retorta alquímica). Va en el oído derecho, pues las cámaras siempre están formadas en una línea en el lado izquierdo del set. Y le comento que todo el día estamos con esa chingadera en la oreja.
El receptor capta lo que dice el showrunner, la presentadora y los jueces. A veces dejan abierto el canal y podemos escuchar los gritos que da el director de cámaras, que es quien malabarea las 8 cámaras que graban el programa o los espantosos alaridos e imprecaciones del jefe de piso.
Todas las mañanas llega a mi camerino el Oso, el sonidista encargado de ponernos el micrófono y el chícharo. A veces la hace de sastre, pues tiene que hacerle agujeritos a las camisas o al traje para que pase el cable y fijarlo de manera correcta. Al final del día pasa a recoger su equipo y regresamos al hotel. Y allí comienza el problema.
Mi cerebro echa de menos los mágicos sonidos que produce el chícharo y, como los caracoles que uno encuentra en la playa y que al acercarles el oído se logra escuchar el barullo del mar, así permanecen en mi cerebro las locuciones del programa, las interferencias y el siseo eléctrico del aparato. Y así las 24 horas. Es desquiciante.
Pero el asunto no termina ahí; a partir de ahí se desarrolla otro problema más grave: la paranoia. Desde muy temprano hasta tarde estamos sometidos al ojo de la cámara. Desde hace años aprendí a ignorarlas, pero eso solo ocurre cuando estoy en el set. Durante el sueño comienzan las pesadillas: duermo tenso y cada tanto despierto con la ensoñación de sentir que la recámara es una extensión del set de grabación. Siento que me están grabando, como en Big Brother. La vivencia es muy real y me angustia; duermo mal y me levanto cansado. Y así transcurre el día, entre somnolencias, estados alterados por el influjo de café y el té negro, y periodos de éxtasis donde mi mente no registra nada. Y en la noche, lo mismo; me despierto en la madrugada escuchando voces en el oído derecho y termino como los esquizofrénicos, con una morusa de voces en la cabeza, sin saber de dónde vienen ni cómo deshacerse de ellas. Y lo que dispara estas reacciones nocturnas es una lucecita inocua: el foquito rojo de la televisión (siempre está encendido) o el del sensor de humo –ambos suelen ser de color rojo–. El de humo lanza un destello brevísimo y constante, como un Pulsar y así me despierto a mitad de la noche y en mi ensoñación imagino que esas lucecitas palpitantes son los focos rojos de las cámaras. Y esto es muy estresante porque en ese momento no estoy del todo despierto y durante ese limbo de conciencia vivo algo real y no puedo escapar. Estos episodios ocurren entre dos y tres veces por semana y, una vez terminado el programa, me duran meses.
No solo es la paranoia generada por la grabación y el maldito chícharo, falta agregar la exposición en televisión y la mediática, tanto en redes sociales como en medios informativos y, encima, que te reconozcan en la calle.
A veces cansa estar siendo constantemente visto, y como soy escritor, tengo que estar, a su vez, observando. Es un juego muy extraño en el que se desarrolla mi vida cotidiana. Llevo casi 6 años así.
Empero, no me quejo: todo trabajo genera algo incómodo o nefasto. Hay que adaptarse. Por lo pronto, cuando llego al hotel desconecto el televisor (como quiera nunca veo tele) y debo pelear con la mucama porque cuando entra a hacer el aseo siempre lo vuelve a conectar. Y en cuanto al pernicioso y siniestro chícharo, no hay cómo eludirlo. Es como un pequeño diablo que me susurra sonidos y locuciones extrañas, y que siempre estará ahí, en mi oreja derecha, hasta que me muera.