Me ocurrió algo de lo más curioso. Hace unos días a mi bota negra se le desprendió la suela. Así que la llevé al zapatero. Entonces me puse mis botas cafés, pero, ¿qué cree? Pues que esa misma tarde en un traspié se le zafó el tacón a una. Como no tengo más zapatos, me tuve que poner la bota negra buena y la bota café correspondiente. Y así tuve que andar hasta que me tuvieran listas las botas siniestradas. El tema es que eso iba a tener que ser hasta el martes, porque el accidente ocurrió el viernes, el sábado el zapatero no abre y, para colmo, el lunes es día de asueto.
El sábado saqué a pasear al perro. La mascota supo que algo andaba mal, pues se puso a oler las botas y luego lanzó un extraño gemido. Después se quedó inmóvil, mirándome, confundido. Como no se movía, le di una patada con la bota negra y reaccionó.
Más preocupado por lo que el perro hacía –husmear aquí, orinar allá, ladrar–, no me di cuenta que no estaba caminando correctamente; la bota negra exhibe un ímpetu más marcado, en tanto que la café es más mesurada.
Llegamos al parque. El perro está desatado; hay aromas y texturas de lo más variado. El sitio está perfundido de orines y excrementos de perros. Entonces mi perro se detiene súbitamente, se tensa, asume posición y zurra. Se limpia las patas y continúa su inspección.
Seguimos con el recorrido. La bota negra tiene un carácter más rústico, campirano, y parece excitarse con la aventura, no así con la bota café, la cual, bajo esas circunstancias, se le nota incómoda y preferiría regresar a los empedrados –el asfalto le parece una primitiva consolidación de la antigua terracería– y a las lujosas y exóticas alfombras de casa, cuya textura y hechura se asemajan más a su propia naturaleza. Es entendible, la calidad de la piel y la cuidadosa manufactura de la bota café contrastan de manera morbosa y chocante con la rudeza de la bota negra. Además, siento que la bota café no aprecia que lleve mezclilla.
El caso es que, por más que lo intenté, las botas continuaron con su esquema de conflicto y desavenencia y no lograron sincronizarse ni ponerse de acuerdo. El perro se detuvo y volvió a defecar. Fue una pieza larga, gruesa, pastosa, de olor penetrante y de difícil y prolongada extracción. Estuve a punto de perder la calma y dejar al animal a su suerte. Una vez que semejante espectáculo había concluido, la bota café le sacó la vuelta a la pieza, pero la bota negra, con toda la mala intención, apachurró el producto. Fue intenso.
El paseo continuó de manera accidentada. Más adelante nos topamos con un dique con agua estancada y entonces ocurrió lo predecible: la bota café la sorteó, en tanto que la bota negra se metió de lleno, enlodándose. Y el perro, encolerizado por la situación, se detuvo y ladró, inconforme. Entonces la bota negra, a su vez irritada, lo pateó. Ahí me quedó claro que aquel paseo había llegado a su fin. Decidí entonces regresar de inmediato a casa antes de que las cosas escalaran a un nivel de tensión vacilante y sin solución. Pero un escalofrío recorrió mi cuerpo y entendí que ya no era posible alcanzar una resolución aceptable.
En el trayecto de regreso fui cayendo repetidamente por virtud de las patadas y los vecinos se dieron cuenta de la pugna entre mis botas: lo filmaron con sus celulares y discutieron el asunto mientras disfrutaban de la merienda.
Apresuré el paso y llegué a casa a puntapiés. Lo primero que hice fue soltar al perro en el jardín. Después me quité las botas y las arrojé a un rincón. Como tenía los pies hinchados y con moretones, los metí en un cuenco con agua fría y sales medicadas, y luego de que la hinchazón cedió, bebí whisky y me fui a dormir.
Los días que siguieron anduve descalzo, muy descansado. El perro se mantuvo callado, en su reja. Ambas botas, negra y café, fueron a dar a la basura, donde siguieron peleando. Ya no fui a la zapatería a recoger sus pares.