Desperté el otro día con la sensación oprobiosa de haber tomado en la vida un decisión equivocada que me habría llevado por el peor camino. O por lo menos por una senda que excluyese a otra más afortunada. Pero, ¿quién puede saber lo que pudo haber sido mejor? Es de común acuerdo que esto no puede saberse porque sólo es posible tomar un camino a la vez y ni siquiera es igual para todos. Una dirección que para uno beneficia a otro puede fastidiarlo y esconderle los frutos de la fortuna. Lo cierto es que a medida que uno envejece se proyectan dos sensaciones básicas: la de resignarse y creer que se ha hecho lo correcto, lo suficiente y que se ha vivido bien y la otra, la de lamentarse a través de fórmulas autocondescendientes que esconden un temor a admitir que pudimos haber fracasado.
La vida es una consecuencia constante de una serie de éxitos y fracasos, ambos, muchas veces inconsecuentes. Se vive como mejor se cree, pensando en los pequeños y efímeros logros de nuestra aburrida y trivial existencia. Y tendemos a glorificar estos pequeños e inertes momentos, porque no tenemos nada más. Los optimistas, los metafísicos, los alterados; todos votan y apuestan por la trascendencia, aunque en su propia carne aniden los gusanos y bacterias que los habrán de consumir después de muertos. Y así recurren a la contemplación de la muerte, como si esta fuera la solución a esta angustia, a este sinsentido de estar vivo. ¿Por qué pensar en la muerte constantemente? ¿Por qué dedicarle tiempo a lo que no es? ¿Por qué angustiarse y sublimar esta sensación con ideas de eternidad y de continuidad? Cuando pienso en los caminos alternativos que pude haber tomado me doy cuenta de que se trata de algo irreal: no son posibilidades. No ocurrieron.
Sólo hay un camino que recorrer, lo demás es literatura. Nuestras vidas no se pueden reciclar, no hay manera de corregir nada porque lo que se hace está hecho y sólo podemos persuadirnos de dejar de hacer aquello que creemos no es lo correcto.
Nuestras búsquedas siempre son cíclicas y esperamos encontrarnos con una réplica de lo que hicimos en el pasado, quizá de algún recordatorio, de una confirmación que nos diga que hicimos lo correcto. Pero vivimos en un planeta que da vueltas y que por su peculiar naturaleza tiende a repetir sus fenómenos, y así, engañados, creemos que nuestras vidas siguen esa misma lógica y que la vida es un proceso de rectificación. Somos una variación constante de una misma cosa y no vamos a ninguna parte que no sea a donde ya hemos estado, tal vez viéndola desde otro punto de vista, viviéndola de otra manera. Vivimos en una mezcla de sueños, pesadillas, premoniciones y estados alterados que lo único que logran, además de confundirnos y alienarnos, es informarnos prontamente que de este círculo giratorio no sale nada ni nadie. Estamos parados frente al cielo, contemplando estrellas y planetas, hablando solos, gritando que todo tiene sentido y que si no lo tiene, por lo menos las cosas son bellas. Pero eso no sirve de nada.
Estamos atrapados.
Estamos locos.