Por: Jesús Silva-Herzog Márquez
Ilustración: José María Martínez, cortesía de Nexos
El libro clásico de Benedict Anderson sobre la nación detecta la ceguera común del liberalismo y del marxismo. Ninguno fue capaz de comprender el poder de la nación. Por ello no se esforzaron siquiera en nombrarla y darle alguna precisión a la palabra. Fue eso lo que hizo Anderson al detectar que las naciones son criaturas de la imaginación. Son, de alguna manera, un producto literario. Las novelas cultivaron un nuevo nosotros, un nosotros vivo, eterno y anónimo. Al imprimir a diario sus periódicos, las rotativas parieron a la nación. Sembraron en la fantasía de cada lector la idea de que, al leer las noticias por la mañana, participaba de una ceremonia que incluía a todos los integrantes de la nacionalidad. Lectura de comunión. Gracias a los diarios y a la ficción vivimos el mismo tiempo y compartimos destino. La nación, descubre Anderson, es una comunidad imaginada. Imaginada porque, aunque no conozcamos a todos los que integran esa comunidad, los creemos parte nuestra. La imaginación nos hace parientes. Porque, aunque prevalezcan desigualdades, la concebimos como una camaradería profunda y horizontal. Las tumbas al soldado desconocido son, por eso, el máximo símbolo de la imaginación nacional: nadie sabe qué huesos se veneran porque.