Carolina Coria García caminaba junto con su hermano por más de dos horas para llegar al único salón de clases cerca de la ranchería donde creció, en Michoacán.
En el caso de Nicolás Sáenz Rodríguez solo tenía que cruzar unas siete calles para llegar al colegio en Coahuila, pero casi nunca hizo a pie ese trayecto, sus padres preferían llevarlo en auto.
Estas historias están tan alejadas como las oportunidades que puede ofrecer Michoacán en comparación con Coahuila.
El único punto en común entre Carolina y Nicolás es que los dos se mudaron a la Ciudad de México.

A nivel nacional, 55 de cada 100 personas que nacen en la parte más baja de la escalera social no logran superarla. Esta cifra se eleva a 64 de cada 100 en el sur del país, mientras que en el norte es de 37 de cada 100, de acuerdo con el Informe de Movilidad Social en México 2025 del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY).

La ventaja norteña
A sus 27 años, Nicolás avanza por la ciudad tan seguro como en su rancho en Torreón. Alto, delgado y de cabello negro que resalta sobre una piel blanca. Aunque lleva más de media vida en la Ciudad de México, todavía conserva un ligero acento coahuilense.
Vive en un departamento amplio de la Escandón, una colonia céntrica de la capital del país. Escogió esta zona para estar cerca de sus amigos y de los restaurantes que le gustan.
La escuela le queda lejos, pero prefiere eso antes que vivir en una zona que él considera insegura y aburrida.
Su niñez la pasó en Torreón, entre viajes a Estados Unidos y domingos de carne asada. Recuerda que sus mayores preocupaciones eran tener que acabar sus tareas para la escuela y coordinar partidas en línea con sus amigos.
Tras el divorcio de sus padres escogió quedarse con su mamá, pero mantiene buena relación con ambos, por lo que disfruta cumpleaños y navidades por duplicado.
En 2015, cuando cursaba secundaria, se mudó a la Ciudad de México porque a su madre le ofrecieron un mejor trabajo; él veía la mudanza como una forma de “experimentar la vida fuera del norte”.
Lo que más le sorprendió en la gran urbe era la independencia de la que gozaban sus compañeros de clase.
“Yo vivía cerca del World Trade Center y la escuela me quedaba caminando, buscaba la torre y listo. Pero había compañeros que usaban el Metro, el Metrobús o el transporte escolar y eso era mucha responsabilidad, o al menos a mi me parecía muy raro”, expresó.
Hasta la universidad estudió en escuelas privadas: salones amplios, talleres, viajes, comedores, buen equipamiento y compañeros que compartían intereses y estilos de vida similares.
Para la licenciatura optó por una escuela pública, porque el plan de estudios le convencía; de no haber ingresado, habría buscado una privada para seguir con sus metas.
Nicolás nunca se ha preocupado por algo más que estudiar y frecuentar a sus amigos. Aunque la facultad quede lejos, conserva la comodidad como prioridad.

Su rutina actual refleja ese relajado estilo de vida, asiste a clase, prepara exámenes y reserva tiempo para sus clases de tenis, para ir al gimnasio o para jugar algunas partidas en línea o con su perrita Ecclesia.
A Nicolás aún le faltan pasos por recorrer, pero si se mantiene así alcanzará el nivel educativo más alto que el mercado laboral realmente premia; no sólo tendrá prestigio académico, sino los ingresos y la estabilidad a la que aspira.
Con su licenciatura casi terminada, y gracias al entorno que le ha permitido enfocarse en su desarrollo sin las preocupaciones inmediatas por el sustento, Nicolás se encamina a consolidar una etapa adulta con menos sobresaltos y más certezas.
Las decisiones vitales como formar una familia, comprometerse en un empleo de tiempo completo o pensar en el retiro son, para él, temas lejanos.
Su mayor reto será, quizá, que la vida adulta no lo tome por sorpresa cuando esas decisiones finalmente lleguen.
La cuesta arriba del sur
Carolina siempre soñó con estudiar una licenciatura, de hecho quería vestir un uniforme impecable de la Marina.
Lo más cercano que estuvo de ese sueño fue preparar los uniformes para que sus hermanos menores pudieran asistir a la escuela. Ahora, a sus 60 años, ese sueño se desvaneció, pero se siente feliz al menos de haberlo deseado.
En la ranchería de Michoacán, donde nació, imaginaba convertirse en alguien importante para ayudar a su familia.
Su mayor deseo era que su papá cruzara la frontera hacia Estados Unidos sin problemas, y que algún día pudiera tener unos zapatos con los cuales pudiera jugar entre la maleza y la tierra.
Hoy ella vive cerca de Cerro Gordo, en Ecatepec, uno de los municipios percibidos como más inseguros del Estado de México, según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana del primer trimestre de 2025.
Para llegar a su casa se necesita coche o un cronometraje perfecto porque el transporte colectivo deja de pasar a las 18:00 horas, por lo que pocos taxis se animan a subir la calle empinada y oscura.
Nació en una familia de siete integrantes en condición de pobreza, donde las dificultades eran tan constantes como las montañas que dibujan el horizonte de Michoacán.
Desde que recuerda, Carolina no tuvo infancia. No es que su vida fuera una tragedia, pero la presión le obligaba a crecer rápido, a asumir responsabilidades desde niña.
Sembraban, cuidaban de algunos animales y su padre vendía todo lo que podía en Michoacán.
Pero no siempre les iba bien, "a veces no se daban las cosechas y mi papá viajaba mucho para darnos de comer”.
Carolina, siendo la mayor de los más pequeños, asumía responsabilidades que normalmente no le correspondían. Se encargaba de cuidar a sus hermanos pequeños, mientras sus padres buscaban maneras de sostener a la familia.
"Yo me quedaba con ellos. Y papá iba y venía de Estados Unidos. Le dejaba el dinerito que ganaba a mi mamá y se iba otra vez", recordó.
Ella no podía jugar como Nicolás, el coahuilense, mucho menos pensar en ir a clases de natación o taekwondo como él. Con mucho esfuerzo personal y el apoyo de su familia, Carolina logró asistir hasta primer grado de primaria.
Ella y sus hermanos mayores caminaban horas para llegar a un salón improvisado, donde un único maestro enseñaba todos los grados.
En el receso, platicaba con otros niños, pero no jugaba con ellos. A veces no tenía zapatos, o los que usaba estaban tan desgastados que podía lastimarse.
Además, en cuanto terminaba su horario escolar, tenían que regresar a casa, ya que el camino era largo para la mayoría de los alumnos.
Un día, mientras su padre se encontraba en Estados Unidos y Carolina dormía con su familia, les robaron todo el ganado, las herramientas de trabajo y los huertos.
Se quedaron sin nada, ya no podían trabajar. Al enterarse de lo sucedido, su padre, cansado de la situación, regresó y decidió que él se iría a la Ciudad de México.
Sin embargo, su familia no quiso quedarse sola, por lo que todos terminaron mudándose a una colonia popular en la periferia capitalina.
Al llegar a la ciudad, Carolina vivió otro golpe de realidad.
A su padre lo rechazaban de todos los trabajos por no saber leer ni escribir, y su madre tenía que buscar empleos de limpieza para poner algo de dinero sobre la mesa. Entonces, Carolina asumió el rol de siempre cuidar de la casa y de sus hermanos pequeños.
Cuando su padre se cansó y las cuentas apremiaban se arriesgó comprando algo de carne y la vendió de manera ambulante.
Carolina quería hacer más y se unió a su papá e iba de puerta en puerta ofreciendo sus productos.
Él, muy agradecido, preguntó otra vez en una pequeña escuela si podían recibir a sus hijos. Sí los aceptaron, pero como no tenían capacidad para más alumnos el propio señor tenía que encargarse de conseguirles una banca.
“Entonces mi papá nos hizo una banquita a sus posibilidades. Y estudiamos el segundo año en esa casa”, platicó Carolina.
Al poco tiempo abrieron una escuela en la colonia donde vivían, y fue ahí donde Carolina pudo terminar la primaria e incluso la secundaria.
Norte rico, sur pobre
En México, uno de los países con menor movilidad social, el código postal marca el destino.
Según el Informe de Movilidad Social en México 2025 del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), la población originaria del norte tiene niveles de movilidad social comparables con países desarrollados. Para la población del sur, esas posibilidades prácticamente no existen.
Por ejemplo, en un comparativo internacional que incluye a 50 países, al considerar a cada una de las regiones mexicanas (Norte; Norte-Occidente; Centro-Norte; Centro, y Sur) de acuerdo con el CEEY, la del sur se ubica al nivel de los cinco países con mayor desigualdad de oportunidades, mientras que la región norte es equivalente al de los países con menor desigualdad de oportunidades.
“Los mexicanos que nacen en los hogares con menores recursos económicos en el norte tienen el doble de posibilidades de superar esa posición que uno que nace en la misma situación en el sur. Esto significa que, en la región sureña, la pobreza se reproduce con mayor frecuencia de una generación a otra”, dice Roberto Vélez Grajales, director ejecutivo del CEEY.
Dos golpes de suerte
A pesar de todo, Carolina y su familia lograron mejorar.
Después de años de esfuerzo, un golpe de suerte cambió su rumbo, un señor le ofreció a su padre trasladar su pequeño negocio ambulante a un local desocupado.
Fue un cambio mínimo, pero suficiente para empezar a salir 'del hoyo', al menos para sus hermanos.
Carolina estudió hasta la secundaria. No porque su padre lo considerara necesario, sino porque le tenía a su muchacha un cariño especial.
“Mi papá era de las personas de antes que pensaban que las mujeres, pues para qué estudiábamos sí habíamos nacido nomás para tener un marido y cuidar de los hijos”, comentó Carolina.
A ella y a su hermana mayor les prohibió continuar con sus estudios. Solo apoyó a los hijos varones.
“Mis tres hermanos tienen carrera. Dos de mis hermanos fueron técnicos y uno tiene una licenciatura”, expresó.
Pero la vida de Carolina dio otra vuelta fortuita que cambió su vida por segunda vez.
A sus 25 años su hermana mayor convenció a su padre de que le diera la oportunidad a Carolina de trabajar en un comedor industrial cerca de su casa. Carolina conoció ahí a su actual esposo.
“Afortunadamente, yo tuve la suerte de encontrar un hombre que pensaba diferente”, dice con una sonrisita.
Su esposo también creció en una familia grande y fue parte del fondo de la escalera social, pero logró concluir estudios técnicos.
Creía que su esposa también merecía esa oportunidad, así que la inscribió en un instituto privado para adultos.
Carolina terminó el bachillerato, después, él le consiguió un puesto en su trabajo. Hoy, ella es taquillera en el Metro de la capital.
Acortar la distancia
Carolina y Nicolás no solo representan dos historias personales; son el reflejo de un país dividido por la geografía y las oportunidades.
Mientras que el muchacho creció en un entorno donde las posibilidades estaban al alcance, la joven tuvo que escalar una montaña empinada para alcanzar lo que para otros es básico.
Su historia refleja lo que se necesita para lograr una movilidad social ascendente, igualdad de oportunidades.
Según el Informe de Movilidad Social en México 2025 del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), “55 de cada 100 personas que nacen en la parte más baja de la escalera social no logran superarla. Esta cifra se eleva a 64 de cada 100 en el sur del país, mientras que en el norte es de 37 de cada 100” .
Carolina y Nicolás son ejemplos de cómo el lugar de nacimiento, y el género, son barreras a la movilidad social que pueden determinar el destino de las personas.
Pero también son un recordatorio de que, con las políticas adecuadas y un compromiso real con la igualdad de oportunidades, es posible construir un México donde el código postal no dicte el futuro de sus ciudadanos.
KL