Hace seis años, el presidente Donald Trump enfureció a los activistas medioambientales al burlarse de la joven activista Greta Thunberg durante la Asamblea General de la ONU. Ahora vuelve a causar conmoción. La semana pasada, en ese mismo foro, Trump desestimó el cambio climático como “el mayor timo jamás perpetrado en el mundo”. También calificó a las energías renovables de “estafa”, arremetió contra las “suicidas (ideas verdes) energéticas” de Europa y reservó una dosis especial de vitriolo para las turbinas eólicas.
¿Qué debería concluir el mundo de todo esto? Una respuesta racional sería llorar. Al fin y al cabo, existe amplia evidencia científica de que las emisiones de carbono están calentando el planeta. António Guterres, secretario general de la ONU, admitió que los esfuerzos por mantener el aumento de la temperatura global por debajo de 1.5 °C respecto de la era preindustrial “se están desmoronando”.
Peor aún, un nuevo informe de Hank Paulson, exsecretario del Tesoro de Estados Unidos (EU), sugiere que la pérdida de biodiversidad se está acelerando. La indiferencia de Trump ante esto es un crimen moral.
Sin embargo, otra reacción racional sería reírse… de él. Porque lo que quedó claro es lo desconectado que está de la realpolitik de la energía moderna. Mientras Trump sigue viendo las innovaciones verdes como una cruzada “woke”, quienes impulsan hoy el auge de las renovables las entienden de otra manera. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, lo dejó claro en Nueva York poco antes de la diatriba de Trump: “La energía limpia no es solo una cuestión de cambio climático. En mi opinión, también tiene que ver con la seguridad energética y la prosperidad”, afirmó.
Más específicamente, señaló que las renovables reducirán los costos energéticos en Europa (actualmente dos o tres veces más altos que en EU), disminuirán la dependencia de Rusia, crearán nuevos empleos y alimentarán los centros de datos.
Podemos llamarlo una nueva versión del “ESG”: ya no con referencia al mantra de environmental, social and governance (ambiental, social y gobernanza), sino ligado a incentivos duros y concretos: energía (precios), seguridad (geopolítica) y crecimiento.
Y no solo está ocurriendo en Europa, sino también en China y en los estados del Golfo. Incluso en Texas, que en los últimos años se ha convertido discretamente en el mayor centro de energía renovable de EU, impulsado por su creciente demanda de electricidad, pese a su fuerte huella en combustibles fósiles. Las grandes tecnológicas también están adoptando esta variante del nuevo ESG, apoyando las renovables porque necesitan desesperadamente más energía barata para alimentar sus centros de datos.

Eso no significa que la energía renovable sea una varita mágica —al menos todavía no—. Como recordó esta semana Lord Adair Turner, presidente de la Energy Transitions Commission, hay diferencias cruciales entre el “cinturón solar” del mundo (las regiones soleadas) y el “cinturón eólico” (como el Reino Unido, Canadá y Alemania).
En las primeras, la energía solar ya es tan viable y barata que los costos podrían reducirse a la mitad para 2050, según la ETC. En las segundas, persisten “mayores costos de equilibrio”, porque las renovables deben complementarse con combustibles fósiles en ausencia de redes inteligentes o un mejor almacenamiento en baterías. No todas las críticas de Trump son descabelladas.
Pero incluso considerando esas limitaciones tecnológicas, la ONU calcula que 90 por ciento de la nueva capacidad instalada de energía renovable es más barata que los combustibles fósiles. Por eso la Agencia Internacional de Energía prevé que este año se invertirán 2.2 billones de dólares en renovables en todo el mundo, el doble que en fósiles.
¿Podría Trump descarrilar esta tendencia? No fácilmente fuera de EU, ya que China domina hoy las cadenas de suministro verdes globales y tiene todo el incentivo de mantener vivo este auge. Incluso dentro del país enfrenta obstáculos. Esta semana, por ejemplo, la empresa danesa Ørsted logró una victoria judicial que anuló intentos de bloquear proyectos de energía eólica marina.
Más revelador aún fue un informe de la Reserva Federal de Dallas, que cuestiona la idea de que Trump pueda desencadenar un boom de combustibles fósiles con un simple drill, baby, drill (perfora, nena, perfora). “La incertidumbre generada por las políticas de la administración ha frenado toda inversión en el sector petrolero”, admitió un ejecutivo de manera anónima.
Quizá la mejor forma de enmarcar la diatriba de Trump sea verla como otro episodio de “geoeconomía” en la batalla por la hegemonía global. Dado que China domina la producción de energías limpias, Trump responde intentando aplastar ese auge y obligar a regiones como Europa a comprar combustibles fósiles estadunidenses.
A largo plazo, dudo que Trump pueda ganar esta lucha geoeconómica con China. Pero en el corto, lo que sí traerá es más inestabilidad para los negocios y, lo más grave, más daño al planeta. Por eso deberíamos llorar… y también rezar para que algunos de sus amigos en Silicon Valley se atrevan a decirle la verdad, y le expliquen por qué esta nueva variante del ESG es el verdadero juego en marcha.
JLR