Imponer aranceles a películas extranjeras, la última maniobra del presidente estadunidense Donald Trump, es una trama plagada de inconsistencias. Las películas, al igual que los coches, suelen ser asuntos multinacionales. Un ejemplo al azar: El Aprendiz (The Apprentice), una película biográfica que narra el ascenso de un Trump más joven, consiguió financiamiento de cuatro países. El director es iraní-danés y dos de los protagonistas provienen de Europa del Este.
Es de ayuda si se pinta el escenario. La Casa Blanca generalmente presenta los aranceles como una forma de reducir el déficit comercial estadunidense. Sin embargo, en lo que respecta al cine, Estados Unidos disfruta de un superávit: ascendió a 15 mil 300 millones de dólares en 2023, según la Motion Picture Association, un organismo de la industria. Las exportaciones triplicaron el valor de las importaciones.
Dejando a un lado las inconsistencias lógicas, existe la cuestión práctica de imponer un impuesto sobre algo que no sale de un barco ni pasa físicamente por las manos de los inspectores de aduanas. Fijar el precio del contenido en streaming es un arte oscuro, y los productores se resisten a ofrecer suscripciones: Netflix tardó años en tomar medidas enérgicas contra el intercambio de contraseñas.
Los inversionistas, desde luego, no consideraron que se afectara a Netflix. Las acciones de la plataforma estadunidense de streaming cayeron inicialmente el lunes después de la noticia de los nuevos aranceles del presidente estadunidense, pero desde entonces se registran una recuperación. En Reino Unido, las de Facilities by ADF, que proporciona transporte en los equipos de rodaje, registran una caída de 16 por ciento desde principios de semana.
Es posible que el verdadero villano que Trump tiene en la mira sean las numerosas exenciones fiscales y otros incentivos que países extranjeros, incluido Reino Unido, ofrecen para atraer a Hollywood. Que esta práctica esté tan extendida demuestra el valor percibido de desarrollar una industria creativa próspera. Pensemos en Corea del Sur, que ha construido un considerable poder blando gracias a series como El Juego del Calamar y la película ganadora del Óscar, Parásitos.
Estados Unidos puede seguir el ejemplo o, de manera alternativa, buscar diferentes vías de financiamiento para favorecer a los productores independientes. Una opción que se está evaluando en Reino Unido, por ejemplo, es recurrir a las plataformas de streaming mediante un impuesto sobre los ingresos para, en efecto, subsidiar de forma cruzada la televisión pública de gama alta. El riesgo, por supuesto, es que algunos gobiernos se inclinen a condicionar el apoyo financiero a la inclusión o exclusión de ciertos tipos de contenido.
Pero no descarten todavía la producción y la logística británicas. La razón por la que los propios cineastas estadunidenses están encantados de trasladar equipo y material por todo el mundo es que los menores costos les ayudan a equilibrar sus finanzas. La película de Barbie no fue la única que construyó su casa de plástico rosa en Gran Bretaña; el año pasado, Reino Unido recaudó casi 5 mil millones de libras gracias a las superproducciones de Hollywood que se filmaron en estudios británicos.
De no ser así, esta trama se desarrollará según líneas estrictamente predecibles. La secuela —o más bien la precuela— comenzó el mes pasado cuando China contraatacó la primera oleada de aumentos de aranceles al reducir su ya escasa cuota de películas estadunidenses.
Estados Unidos corre el riesgo de ver cómo se reduce uno de sus escasos excedentes, y hacer que la producción sea más costosa no hará que Hollywood vuelva a ser grande.