Para conseguir un ejemplar de Empire of the Elite: Inside Condé Nast, the Media Dynasty That Reshaped the World (El imperio de la élite: Dentro de Condé Nast, la dinastía de medios que transformó el mundo), de Michael M. Grynbaum, le pregunté a una becaria de FT si le importaría ir corriendo a la librería más cercana a comprármelo.
Como hábito editorial, no es mi costumbre. Ahora está muy mal visto obligar a los colegas junior a buscar y llevar cosas. Pensemos, por ejemplo, en los caprichos de Graydon Carter, de Vanity Fair, cuya “oficina de madera clara” llena de jazz parecía un set de rodaje de mediados de siglo. “Se prohibieron los zapatos con suela de goma (a Graydon no le gustaba el rechinido); los vasos de Dunkin’ Donuts estaban prohibidos (demasiado groseros)”. Y una “tarea clave” para su asistente era ir a buscar su portafolio a su coche cada mañana, para que Carter pudiera “entrar al vestíbulo sin nada en las manos”.
El libro de Grynbaum es, en efecto, un himno a aquella época de la década de 1990 en la que los editores de Condé Nast, concretamente el “triunvirato de poder” formado por Tina Brown, Anna Wintour y Carter, dominaban el mundo. Titanes de su industria, dirigían la conversación cultural, con la complicidad del editor Samuel Irving “Si” Newhouse, “un heredero torpe”, según Grynbaum, quien “insistió en que los principales protagonistas de su imperio imitaran las vidas de las personas a las que retrataban”. Los adornos eran extraordinarios. Las extravagancias, enormes. Entre las prestaciones se encontraban “préstamos sin intereses para casas en el West Village y lugares de retiro campestres en Long Island...coches con chófer y abultadas cuentas de gastos”.
Me uní a la revista British Vogue de Condé Nast en 2008, poco antes de la crisis financiera. Aunque ya era el pariente pobre de sus primos estadunidenses, la revista era más moderada en su generosidad, pero seguía siendo bastante de élite. Los gastos eran generosos y rara vez se cuestionaban. Se ofrecían almuerzos grandes y con buena atención en el set. Las sesiones de fotos de moda aún podían costar decenas de miles de dólares, aunque mis artículos se limitaban a unas modestas 541 dólares por página. (A esa tarifa, podría haberme permitido unas 33 palabras de Tom Wolfe, quien firmó como escritor para Portfolio, la efímera revista de negocios estadunidense de Condé Nast, valorada en 100 millones de dólares, por lo que dicen los rumores una tarifa de 12 dólares por palabra).
Con Newhouse, la cultura se volvió como la de Versalles. Los editores se enfrentaban entre sí, se les alentaba a delatar a sus colegas y se veían atrapados en un estado constante de agitación sobre si su jefe, que podría parecer una esfinge, también los despediría. Su comportamiento se volvió un poco caprichoso. Uno se ha acostumbrado a oír las exigencias de Anna Wintour: una editora recientemente recordó la ocasión en que encontró una fila de siete lacayos esperando su llegada, cada uno con cafés dispuestos según una escala de calor.
Ese tipo de indulgencias eran fomentadas por Newhouse, quien quería que sus editores se comportaran como si fueran de la realeza. Fue solo tras su fallecimiento en 2017, y la llegada de descendientes que no compartían “su infinita paciencia con las pérdidas financieras”, que la empresa emprendió una auditoría exhaustiva y decenas de incondicionales de Condé perdieron la cabeza.
Resulta curioso el paralelismo al leer a Grynbaum la misma semana en que se nombró a una especie de sucesora de Wintour. Uno solo puede imaginarse qué habría pensado Newhouse de la decisión de nombrar a Chloe Malle, de 39 años, como “jefa de contenido editorial” de la marca más conocida de la compañía. Malle, quien se unió a Vogue en 2011, es hija de la actriz Candice Bergen y del director de cine Louis Malle. Ella ya posee las credenciales de sangre azul y los beneficios del privilegio nepo que los externos como Carter, nacido en una familia de clase media en Toronto, siempre anhelaron.

Pero ella no es la editora: ese papel aún le pertenece a Wintour, quien continúa supervisando las 28 ediciones de Vogue, además de Vanity Fair, Wired, GQ, AD, Glamour y todo lo demás en Condé Nast (con la excepción de The New Yorker, que hasta ahora se ha mantenido fuera de su dominio). De acuerdo con un artículo en The New York Times esta semana, Wintour permanecerá instalada justo “al final del pasillo” de Malle. Como parte de su visión para Vogue, Malle describió su plan para reducir el número de ejemplares e imprimirlos en papel de mejor calidad para que pudieran considerarse más como artículos de colección, que como una fuente de noticias.
Es fácil leer esto como un presagio de la muerte de las revistas. El libro de Grynbaum es solo uno de una serie de relatos que trazan la desaparición de la revista de moda: Carter, Brown y Nicholas Coleridge (antiguo director general de British Vogue) contribuyeron con sus panegíricos. Una secuela de la expresión más orgiástica de la época, The Devil Wears Prada (El diablo viste de Prada), se filma actualmente en Nueva York. Y aunque los excesos del periodismo de la década de 1990 ahora se consideran elitistas, crueles e impropios, todo el mundo sigue añorando los buenos tiempos.
Condé se encoge alrededor de su líder. Su tamaño y circulación son cada vez menores, y sus personalidades más pintorescas prácticamente se fueron. Ahora, rodeada de suplicantes proveedores de contenido, Wintour, de 75 años, gobierna ella sola la colmena. Es difícil imaginar cómo funcionará cualquier tipo de sucesión mientras tanto control permanezca en una sola mano.

Pero las revistas no han muerto. Este 13 de septiembre se celebra la primera feria de revistas independientes, Case Sensitive, en Nueva York. Fundada por propietarios de tiendas e In Real Life Media, la conferencia presentará una sólida defensa de los medios impresos. “Cuando digo que Vogue está ‘muerta’ como revista, me refiero a que su propuesta de valor ahora se centra en optimizar el contenido: lo que esencialmente significa atraer lectores”, dice Megan Wray Schertler, fundadora de In Real Life. “El manual que hizo que las revistas tuvieran éxito hace 15 o 20 años simplemente ya no define el éxito. Las revistas que prosperan en la actualidad son de nicho, más ingeniosas y mucho más intencionales. Generan confianza siendo culturalmente fluidas y editorialmente inflexibles. Y esa confianza es oro”.
Con el tiempo, Vogue también podría convertirse en una publicación de nicho, un pequeño sello editorial que disfrutan lectores con un fetiche por el papel que buscan una distracción tranquila en el diluvio de la era digital. Pero el papel de su editor como árbitro del estilo y el gusto de las masas prácticamente llegó a su fin.
Me daría pena por los editores perdidos, si no fuera por este delicioso detalle. Antes de la impetuosa llegada de Tina Brown a The New Yorker en 1992, el título estaba dirigido por Robert Gottlieb, un intelectual meticuloso y buen amigo de Si Newhouse. Preocupado por querer despedir a un viejo amigo, Newhouse lo invitó a almorzar y le prometió pagarle un estipendio anual de alrededor de 350 mil dólares para que no trabajara. Cuando Gottlieb falleció en 2023, a los 92 años, se estima que había cobrado unos 10 millones de dólares. Eso sí que es un rey de los medios.
KRC