En una bicicleta azul tipo balona, con frenos resistentes, asiento reforzado con esponjas y un esmeril manual de origen alemán, don José Alejandro López Camarillo recorre las calles de La Laguna todos los días. Su oficio, casi extinto, es el de afilador: uno de los últimos que siguen en pie.
Desde hace más de tres décadas, este hombre originario de Gómez Palacio afila cuchillos, tijeras y herramientas con precisión y orgullo. Anuncia su presencia con un silbato —siempre guardado en el bolsillo derecho— y con su propia voz: “¡El afilador!”, grita al llegar a las colonias, donde aún conserva una clientela fiel.
“La gente oye el silbato y ya sabe que soy yo. Cada afilador tiene su sonido, no todos lo tocamos igual”, comenta mientras se prepara para otro recorrido.

Don José atiende principalmente a personas mayores, restaurantes, loncherías y estéticas. Asegura que su técnica sigue siendo más efectiva que cualquier afilador eléctrico moderno. Con su mano derecha acciona el esmeril de cuatro engranes al que conecta una piedra de media pulgada, girándola con fuerza mientras acomoda con precisión la herramienta que necesita afilar.
Cada semana cubre diferentes zonas: colonias como Filadelfia y 5 de Mayo en Gómez Palacio, o Cuarto de Cobián, Torreón Jardín, El Fresno y Viñedos en la vecina Torreón, con recorridos de hasta 15 kilómetros diarios.
Además de su herramienta de trabajo, en la bici lleva parches, bomba de aire y una bolsa de mezclilla cargada de tuercas, baleros, llaves, balines, grasa y hasta un eje nuevo por si se presenta alguna avería en el camino.
José Alejandro pertenece a una familia de afiladores: su padre, sus tíos y primos también lo fueron. Fue su padre quien le enseñó el oficio que adoptó como forma de vida y del que no piensa retirarse pronto.
“Pienso ser afilador hasta que ya no pueda. Como mi papá, que se dedicó a esto hasta que le aguantó el cuerpo”, comparte con orgullo.
Por cada servicio cobra entre 30 y 50 pesos. No se queja. Sabe que su trabajo es artesanal, casi simbólico, y que representa una tradición que muchos recuerdan con nostalgia. Él, en cambio, la vive todos los días.
Y cuando vuelve a sonar el silbato, la historia del afilador continúa, calle por calle, piedra por piedra.
edaa