¿Más allá de soportarse con urbanidad, cómo pueden dialogar auténticamente los creyentes y no creyentes? Porque, como lo sugiere el apasionante registro del escritor Javier Cercas sobre la gira del papa Francisco a Mongolia, las diferencias entre teístas y ciertos ateos son menores de lo que parecen. En el crepúsculo de su vida, el célebre filósofo del derecho Ronald Dworkin ofreció una serie de conferencias que se publicaron póstumamente en Religión sin Dios (FCE, 2014).
En estas pláticas, tan sistemáticas y exigentes como conmovedoras, Dworkin señalaba las coincidencias entre feligreses de las religiones teístas y otras sensibilidades que, sin adorar a ninguna deidad, podrían considerarse religiosas.
Para Dworkin las religiones teístas tienen versiones en torno a la creación y la trascendencia ultraterrena; disponen de un ritual para dirigirse a sus dioses y poseen un código moral para normar su conducta y tratar a sus semejantes. Sin embargo, independientemente de las particularidades de la narrativa y el dogma de las distintas religiones, el asombro y reverencia ante la creación, así como el impulso de vivir una vida buena y de asumir responsabilidades éticas con los demás, son presupuestos que pueden compartir tanto teístas como ateos.
Así, muchas de las virtudes que tradicionalmente se asocian a las religiones, como la capacidad de reverencia ante el mundo o el amor al prójimo, pueden ejercerse sin la figura de un Dios. Por lo demás, lo misterioso, lo numinoso y lo bello generan una suerte de estupor y un sentimiento de comunión y veneración del universo, que comparten no sólo los religiosos, sino los artistas, los científicos y cualquier persona sensible. La experiencia religiosa, pues, no necesita siempre de Dios y el sentido de pertenencia y trascendencia no se experimentan únicamente dentro de las iglesias.

Esta visión tiene consecuencias prácticas, al no ser el teísmo el elemento esencial de una concepción religiosa de la vida se plantean dilemas para concebir, desde la ley, la naturaleza y derechos de la religión. Si los teístas y los ateos coinciden en una serie de convicciones profundas sobre el misterio y finalidad de la vida, las religiones tradicionales no gozarían de ninguna preferencia en una sociedad democrática y el Estado no debería apoyar ninguna convicción sobre otra. Por eso, en lugar de prescribir un derecho especial a la religión, Dworkin sugiere hablar de un “derecho general a la independencia ética”.
Este cambio de matiz no implica restarle significado y cohesión a las religiones deístas, pero sí contribuye a relajar tensiones entre credos, a acercar ópticas antagónicas en temas controvertidos (el aborto, la eutanasia o el matrimonio y adopción entre parejas del mismo sexo) y, sobre todo, a ratificar la defensa, que hizo Dworkin como intelectual público, de los derechos inalienables del individuo ante los fanatismos políticos y religiosos o ante la inercia arbitraria de las mayorías.
AQ