Durante años
recibí la visita de la joven hiena.
Llegaba a la casa ya tarde
con preguntas extravagantes
sobre la vida y la poesía.
Yo era viejo desde entonces
y no tenía nada que decir.
La vida se me había presentado
siempre nueva y siempre inexplicable.
La joven hiena, sin embargo,
no se decepcionaba:
ponía su mejor cara de interés,
evitaba el sarcasmo a toda costa
y luego, cuando iba languideciendo,
me llevaba a la cama para reírse abiertamente de mí.
¡La poesía!
Mucho tiempo yo también
frecuenté ese manantial seco,
como dice Connolly.
Rodeado de densos espinos
era imposible acercarse a beber de él.
A pesar de eso,
una multitud bramaba alrededor
y alzaba la copa rojiza,
rozándose hasta desmayar.
Nada obtuve y nada aprendí.
Se lo dije a la joven hiena,
que me veía como se ve a los viejos decepcionados.
¿Qué me movía, entonces?
Cuando estábamos en la cama
ejercía todas las crueldades
propias de la juventud.
Pisoteaba con minucia intelectual
mis sábanas blancas.
Yo no tenía nada, nada.
Así que pasábamos las veladas
en la peor de las hambrunas.
Y cuando al fin se iba
caía cansado de muerte,
como si me hubieran arrancado el corazón.
Pero lo cierto es que era yo
el que se quedaba con su sexo
sin que él lo advirtiera,
con su verga curva y espinosa,
extraña
como una criatura recién nacida
que lloraba hasta el amanecer.
AQ