Cultura

Los rituales de Juan Rafael Coronel Rivera

Reseña

'Llegamos hambre', el poemario más reciente del escritor, fotógrafo e historiador del arte, tiene mucho de ritual: el de la mesa y el que se extiende hasta el nacimiento.

En el principio está la Ciudad de México, la antigua y la que en estos días nos alumbra, nos humilla, nos desvela. En el principio de Llegamos hambre, el poemario más reciente de Juan Rafael Coronel Rivera, está la Ciudad de México y sus dioses caídos que “tienen los hilos contados y en punto de cruz”. La visión arroja imágenes que obligan a preguntarnos si somos quienes creemos ser o solo reflejos de una leyenda cubierta de polvo. Esta es la puerta de entrada: el Centro de la Ciudad de México, el de aquellos y el nuestro, “un frutero de esqueletos”, dice la voz que nos guía. El Centro, con mayúsculas y también con minúsculas, es la constancia de que lo sagrado tiene fecha de caducidad y que su prestigio ha caído en manos de guías de turistas.

Nos movemos a tientas, siguiendo el rastro de un pasado que se resiste a morir con todo y su cauda de cascabeles, serpientes trenzadas, espejos humeantes, chinampas, petates, fogones. Si se tratara de un museo, tendríamos al menos la confianza de que el recorrido promete una salida. Pero ahí, en el momento y el espacio de la lectura, el espectáculo es más bien el de un artificio de mentira, un folio vacío. Qué hacer. Bebamos, dice el poeta: “En un sorbo de mezcal/ veo qué suculento aperitivo es la muerte/ y hago bocado del primer gusano que me ordeña/ las carnes”. Y yo pregunto: ¿en verdad estamos tan jodidos, tan engañados, como revela el encuentro con Llegamos hambre?

La orfandad cósmica tiene su correspondencia terrenal. Tan pronto dejamos atrás a los dioses ungidos con sangre y copal, damos con la figura del Padre (con mayúsculas), o de Dios (también con mayúsculas), que vuelven la espalda a la voz que nos habla en Llegamos hambre. ¿Qué exige esa presencia que adquiere el tamaño de una maldición? No estamos seguros, aunque algo intuimos, y entonces leemos: “Me reservo yermo el deleite de autodestruirme,/ no te permito que intervengas, dios sarnoso./ Soy dueño de mí/ ávido/ aclaro el vuelo/ fugitivo/ aferrado a mi mortaja”. Vuelvo a preguntar: ¿qué exige esa presencia que adquiere el tamaño de una maldición? Como el poeta mismo, avanzamos a tientas, transformados —sí, transformados, nosotros testigos y lectores— en colonizados y briagos, y, por supuesto, en caníbales sentados a la mesa para devorarnos a nosotros mismos.

Y es que Llegamos hambre tiene mucho de ritual: el de la mesa y el que se extiende hasta el nacimiento.

Así que reconocemos una doble orfandad pero esa orfandad no se conforma con solo ella misma. No. Aspira a la rebelión. En algunos de sus pasajes, Llegamos hambre se resuelve en forma de un alarido o una imprecación. En otros, solo nos da el atisbo de un misterio. Ese misterio apenas entrevisto tiene un nombre, o, mejor dicho, una apariencia. Primero con discreción, y luego sin tapujos, el poeta introduce a un personaje al que podríamos considerar madre o hija de Yanga, el esclavo que encabezó una rebelión en los primeros tiempos de la Nueva España.

Llegamos hambre me ha inspirado algunas preguntas. ¿Cuánto rechazamos o adaptamos de los dioses consumidores de sangre y cuánto del dios que ofrece su sangre transmutada en vino? ¿Cuál es la distancia más corta entre un diamante para beisbolistas cacha-granizo y la plaza de toros? ¿La antigua cornucopia del Templo Mayor se oficia ahora en un puesto de tacos de suadero afuera del metro Universidad? ¿Las anteojeras de Tláloc ya pueden obtenerse por Amazon? ¿Los rezos también sufren golpes de calor? Me hago estas preguntas porque Llegamos hambre carga, entre otras cosas, el don de un buen sentido del humor. A su mesa se sientan la desazón y el desparpajo, la duda existencial y “el plástico mantel de florecitas”. En estos tiempos de severidad y gestos estatuarios, nada como la risa que derriba ídolos, empezando por los que hemos erigido en honor a nosotros mismos.

Los poemas —50— de Llegamos hambre nos obligan a volver sobre sus pasos. Si leer es sobre todo releer, Juan Rafael Coronel Rivera merece el abrazo incondicional de sus lectores: volver a leerlos como condición para hacerlos verdaderamente nuestros, para comulgar hasta que sean cuerpo de nuestro cuerpo, alimentos terrestres y, por qué no, sagrados, o sacrílegos, o sacrosantos o sacrófagos, o todo a la vez.

ÁSS

Google news logo
Síguenos en
Roberto Pliego
  • Roberto Pliego
  • (1961) Cursó Letras Hispánicas en la UNAM. Fue subdirector de la revista Nexos. Autor de La estrella de Jorge Campos y 101 preguntas para ser culto, es editor de Laberinto.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.
Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto