Cultura
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En un grupo que se reúne para confesarse, un hombre que dice mentiras se encuentra con ciertas verdades. (Especial)

Un joven finge ser alcohólico para acercarse a un desconocido que conoció en el Metro. Inició como un juego de seducción, pero pronto aparece una revelación: otro templo, otro ritual, otra verdad.

—Me llamo Adrián y soy alcohólico —declaré, siguiendo el ejemplo de los dos primeros testimonios. No lo era, pero no podía decepcionar a la audiencia. Decir la verdad me habría dejado fuera de lugar. Ya de por sí tenía encima las miradas expectantes de todos, como para incomodar con los hechos precisos de mi visita al segundo piso de esa oficina parroquial, olorosa a incienso. Me propuse inventar una historia:

—Tengo 28 años. Cuando empecé a beber estaba en la Universidad. Mi padre me heredó y yo perdí todo apostando. También gasté mucho en mujeres. El alcohol me dejó en la calle. Ahora llevo dos meses limpio y…

Me quedé en silencio, presa del miedo a enredarme en mi propio cuento. Miré al sujeto pequeño y de voz muy ronca que llevaba el orden de la reunión. Se me ocurrió fingir un espasmo emocional y declarar con la voz entrecortada:

—No puedo seguir, perdón.

El hombrecito asintió, me dirigió una mirada comprensiva y dijo gravemente:

—Está bien, hermano, así es al principio, a todos nos cuesta confesar nuestras verdades.

Clavé los ojos en el suelo. Su voz seria, casi ceremoniosa activó ese molesto tic nervioso: mi párpado derecho comenzó a vibrar. Fue el momento perfecto para huir.

Me senté al lado del responsable de mis descaradas mentiras. Lo inspeccioné un poco: nariz recta, pestañas curvas, labios gruesos, hombros anchos y un pecho trabajado. Está bien, me dije, vale la pena mentir, es un precio justo. ¿Cuánto más podía durar la sesión? No mucho, y me venía bien escuchar los relatos amargos de los demás, podría ser una advertencia, una de esas lecciones de vida que regala el azar o una aventura memorable. Lo había conocido en el Metro; el roce de nuestros dedos, las miradas, las sonrisas, duraron unas cuatro estaciones. Luego de compartir los respetivos números de celular vino la propuesta: acompáñame. Era viernes, yo había acudido a una entrevista de trabajo con resultados poco prometedores y no tenía nada que hacer; así, me convencí de seguirlo hasta aquella reunión de Alcohólicos Anónimos. Curiosa manera de conocer a alguien, pero me dejé llevar; ese día estaba dispuesto a perderme.

Una mujer de unos sesenta años pasó al frente. Comenzó su discurso reflexionando sobre lo que significa tocar fondo. En cada persona era distinto: a algunos les llevaba meses dar con él y otros debían enfrentar accidentes, pérdidas materiales e incluso desgracias para alcanzarlo. Me imaginé a cada uno de los presentes con un pozo interior de diferente diámetro y profundidad. Ella aseguró que encontrar el suyo le había llevado años.

Al cabo de un rato su tono de voz y los constantes agradecimientos a Dios por haberla ayudado a mantenerse sobria terminaron por aburrirme. Entonces se me ocurrió acariciar discretamente la rodilla de mi acompañante. Él no me miró, se limitó a sonreír. Decepcionado, retiré la mano y me crucé de brazos. Fue cuando sentí que me apretaba con fuerza el muslo, cerca de la ingle. Ante la sorpresa luché para no sonrojarme. Lo miré. Se me aceleró el pulso. Detrás nuestro estaban dos hombres de mediana edad y en la misma fila, a tres asientos de diferencia, había otras cinco personas. Frente a nosotros, sobre la pared, colgaba un gran crucifijo de madera, vigilante.

Rápido se levantó. Fue tan abrupto su movimiento que captó las miradas de todos, pero comenzó a caminar de forma natural y en segundos la atención volvió a la señora de sesenta años. El moderador aprovechó el gesto para indicar el tiempo restante. Por un momento vacilé preguntándome si debía seguirlo, pero consideré más pertinente escuchar a la señora. Si no volvía pronto, entonces iría a buscarlo. En esas estaba cuando vibró mi celular con un mensaje. Decidí ignorarlo. Pasaron cinco segundos y volvió a vibrar. Cuando lo saqué del bolsillo emitió una tercera llamada de atención, esta vez pareció sonar aún más fuerte. Era él.

Estoy en el baño.

Ven, es en la parte de abajo. Atrás de la iglesia, por el jardín.

No hay mucho tiempo.

Me decidí. El moderador anunció un descanso de cinco minutos para tomar café. Fui el primero en salir. El frío del anochecer me azotó la cara y un olor a hierba recién regada desató mi nerviosismo. Encontré los baños. Cuando entré y lo vi de espaldas a mí, orinando en el mingitorio, la espalda ancha y el pelo de la nuca recién cortado, toda esa situación absurda en Alcohólicos Anónimos se diluyó. Me abalancé sobre él: con el brazo derecho le rodeé el abdomen y con el izquierdo lo abracé del pecho. Se inclinó un poco hacia atrás para besarme. Su lengua me rozaba el paladar. Entonces se volvió completamente y seguimos, atreviéndonos a más.

De pronto me apartó. Se acomodó el pantalón y subió el cierre con mucha dificultad.

—Es lo bueno de ser hombres.

No entendí a qué se refería, pero no pregunté. Estaba demasiado excitado todavía. Quise seguir besándolo, él sólo me agarró fuerte el trasero y se volvió para lavarse las manos, indiferente. Entendí el gesto: allí corríamos peligro. Cualquiera podía entrar y toparse con nosotros.

—Me adelanto. ¿Quieres café? —dijo dándome una varonil palmada en la espalda, como si nada hubiera sucedido.

Asentí y di las gracias. Me eché agua en la cara varias veces, me peiné un poco y esperé a que el calor pasara. Cuando salí, él se había incorporado a un pequeño grupo y hablaba con otros hombres, de forma muy natural, ¿sabrían lo nuestro?, ¿lo sabía alguno?

—Él es Adrián —dijo en cuanto me vio.

Estreché varias manos. Los gestos amabilísimos, las francas sonrisas, hicieron que me sintiera bienvenido en su círculo. Había cierta comprensión en esas miradas, y mucha complicidad. De inmediato los imaginé borrachos, en sus momentos más decadentes, haciendo el ridículo, y me vi bailando con ellos en una fiesta desastrosa.

—Yo quería decirte algo: las primeras veces tampoco pude hablar —me aseguró el más grande, tendría unos setenta años—. Me daba mucha vergüenza aceptar en público lo que llegué a hacer. No importa, es normal. Mueres por ir a la tienda de la esquina y beberte todas las cervezas —se echaron a reír.

—…Pues yo llevo seis años viniendo y solo he hablado unas cuatro o cinco veces —agregó el tipo más joven. Me limité a sonreír.

—¿De dónde se conocen? —preguntó el veterano.

Me quedé callado y esperé la respuesta.

—Adrián es primo de mi esposa —respondió Saúl con naturalidad. Abrí mucho los ojos sin querer.

—Primos y amigos —agregó uno de ellos.

—Sí —afirmé— Lourdes es mi prima.

—Creí que tu mujer se llamaba Alma… —dudó el veterano, dirigiéndose a Saúl. Por un instante capté cierto reclamo en su expresión, como si me hubiera dicho: estás hablando de más, déjamelo a mí.

—Se llama Alma de Lourdes. En la familia le decimos solo Lulú. Nos burlábamos de ella cuando éramos niños —expliqué.

Todos dimos un sorbo largo a nuestro café.

—Saúl, ¿no vas a dar testimonio hoy? —le preguntó el hombre mayor.

—No —respondió él, muy decidido.

—Deberías hablar —insistí, aunque en realidad quería retarlo— me gustaría escucharte, primo.

El moderador nos pidió regresar a la sesión. Los fumadores apagaron sus cigarros y comenzaron a subir las escaleras. Yo les hice segunda, quería demostrarle mi audacia. No iba a irme. Ahora por terquedad necesitaba llegar al fondo de aquello y saber quién era Saúl. Subí rápido los escalones.

Ante una audiencia considerable empezó su discurso. Me enteré de que estaba casado con una chica de veintiún años y tenía un hijo de cuatro. Hacía ocho meses había tocado su fondo cuando despertó oliendo el vaho matutino de una alcantarilla junto a tres magníficas cucarachas y con un diente menos en la boca –no especificó cuál–. A unos cuantos metros había un semáforo descompuesto, pero ninguna calle conocida, estaba en un vecindario muy lejos de casa. Trató de levantarse y cuando al fin lo logró supo que era alcohólico. No volvió con su esposa, prefirió seguir bebiendo, pero como no tenía dinero —ni pantalones— aceptó la ayuda de un desconocido que vivía cerca. Hasta ahí dejó el relato, los aplausos se presentaron, satisfechos de su confesión. Yo, en cambio, estaba decepcionado, me hubiera gustado una historia más emocionante.

Acompáñame, tengo una reunión, no durará más de una hora, después podemos hacer algo tú y yo solos. Aquella había sido su promesa al salir del Metro, sin ningún detalle. Yo estaba dudoso, pero me cogió la mano, sonrió, y esos hoyuelos de pronto eran la encarnación de un delicioso conflicto. Cuadra y media después, estábamos en aquella iglesia, subiendo las escaleras del recinto donde, imaginé, un grupo de niños repetía el Credo hasta aprendérselo siguiendo las cancioncillas de una catequista beata y solterona. Ahora, no solo deseaba que los besos del baño continuaran, también necesitaba tenerlo, su belleza atraía a hombres y mujeres por igual, pero ¿cuándo había consentido compartirla con los miembros de su mismo sexo? ¿Sería yo el primero que introducía en ese clan?

Volvió a sentarse a mi lado, dirigió su atención al frente, siguió escuchando, entusiasta, las siguientes dos confesiones. Yo, en cambio, hervía de preguntas. Cerca del final de la reunión mi curiosidad se fue oscureciendo hasta volverse un arma de autolesión: ¿qué haces aquí?, me pregunté a mí mismo. Sospechaba que su testimonio era falso y, al mismo tiempo, me emocionaba que cualquier cosa fuera posible a su lado.

Todos los compañeros de Saúl me dieron un fuerte abrazo al despedirse, un par me desearon fuerza en el camino de la abstención, otros parecían sospechar que no éramos primos. El veterano me dijo con los ojos y la sonrisa pícara: A mí no me engañan. Fuimos los últimos en salir.

—No es tan tarde, acompáñame a cenar. A esta hora me da mucha hambre.

—Saúl, ¿vives con tu esposa? —le pregunté al cruzar la calle.

—No, estoy separado. Vivo con mi pareja.

—Ah, tienes pareja.

—Y no lo vas a creer. También se llama Saúl.

Lanzó una carcajada explosiva y se puso a dar pasitos de un baile cuya música solo él podía escuchar. Aquello era demasiado irreal. Se lo dije y él insistió, incluso prometió presentármelo. Me sentí fascinado. Estaba ante un tipo con una hija, probablemente una esposa y un amante de su mismo sexo. Además, pretendía seducirme. Entonces decidí llevarlo a mi iglesia.

—Ahora acompáñame tú —le propuse y, por mucho que insistió, nunca le dije a dónde lo llevaba. Jugué con sus expectativas, limitándome a asegurarle que era cerca—. No te vas a arrepentir.

Detuve un taxi que nos llevó en solo quince minutos, pero mi impaciencia hizo que el camino se sintiera largo. Toqué el timbre de la casa, Saúl fijó su atención en mis gestos, intrigado. Ningún letrero arruinaba la sorpresa y decidí solo guiñarle un ojo como respuesta a sus preguntas. Cuando nos dieron acceso, empujé la puerta igual a tantas otras veces y saludé a San Pedro, quien preguntó nuestros nombres.

—Cazador —me adelanté.

—Soy Ciervo —respondió Saúl, divertido.

San Pedro anotó nuestros falsos nombres en un registro, nos pidió firmarlo y explicó que, para ingresar, era obligatorio rendir testimonio ante los Padrinos del grupo; también pagar una cuota. El intenso aroma a cuero y sudor me recordó otras visitas.

—Yo te invito, verás que vale la pena —pagué las entradas, haciéndome el misterioso. San Pedro ofreció guardar nuestras cosas en el guardarropa y especificó que los celulares estaban prohibidos y había que dejarlos.

—¿Tú lo apadrinas? —preguntó San Pedro. Me limité a asentir.

Una cortina metálica dividía el guardarropa de la oscura recepción. Sin avisarle a mi acompañante, empecé a desnudarme. Él no daba crédito.

—Hoy es viernes de ropa interior, quédate con tus tenis —explicó San Pedro mientras guardaba mi ropa en una bolsa y le asignaba un número que anotó al lado de mi nombre.

El reclinatorio forrado de terciopelo nos esperaba y al fondo del pasillo, la música se oía. Decidí pasar primero, le indiqué que debía imitarme. Frente a nosotros, dos tipos vestidos de sacerdotes, con sotanas rojas y los rostros ocultos tras pasamontañas, nos recibieron sentados sobre un par de sillones. Una vez hincado, comencé:

—Me llamo Cazador y soy adicto al sexo. Consigo sexo con la mirada, lo compro, lo vendo, lo intercambio. Nos hermana a todos, no escojo, si de lo único que se trata siempre, en el fondo, es de darnos placer. Me gustan más los hombres que las mujeres, pero todo es sexo para mí, me da igual. En darlo, recibirlo o propiciarlo; siempre estoy pensando en sexo.

—Todo un glotón, ¿traes a otro como tú?

—Sí.

—¿Lo apadrinas?

—Sí.

—Que se presente y si has de ser su cazador que diga que hoy será tu presa. Tú, nuevo, repite: “soy su presa” y das tu testimonio. Si nos convence, entras al club.

Estaba ansioso por escuchar sus mentiras. Toda presa se enamora un poco de la trampa que la atrapa.

AQ

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