Hay autores que asisten a las ferias del libro y autores que las habitan. Mario Vargas Llosa no fue un visitante ocasional de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL): fue uno de sus pilares silenciosos, alguien que convirtió su presencia en un hábito literario. Vargas Llosa llegaba a la FIL con la puntualidad de quien sabe que su lugar está ahí desde el inicio. Era como si hubiera sido escrito en los cimientos de la feria.
Desde su primera participación, dejó claro que no se trataba de una visita de cortesía. Estuvo presente en al menos nueve ediciones, en las que presentó libros, dictó conferencias y sostuvo conversaciones públicas que se parecían más a clases de historia, política y literatura que a simples charlas promocionales.

Su sola presencia bastaba para llenar auditorios, provocar discusiones y recordar que la literatura puede ser también una forma de intervención pública. En 2010, poco después de recibir el Premio Nobel de Literatura, regresó a Guadalajara como si trajera consigo la evidencia de que escribir todavía importaba.
Presentó libros como Cinco esquinas, Tiempos recios y La llamada de la tribu. En cada ocasión hablaba de las obsesiones que lo acompañaban desde siempre —el poder, la corrupción, el fanatismo, el deseo—, y lo hacía con esa prosa medida que transforma el juicio en anécdota y la ideología en estilo. No era un autor que buscara el consenso; era un escritor convencido de que la literatura debía incomodar, incluso cuando eso implicaba quedar del lado menos popular del debate.
Su vínculo con la FIL fue más allá de las presentaciones editoriales. Se tejió también en la complicidad con Raúl Padilla López, fundador de la feria, gestor cultural incansable y figura clave para entender cómo Guadalajara se convirtió en la capital editorial del mundo hispano. Vargas Llosa lo admiraba. Lo dijo en más de una ocasión, y lo confirmó con hechos: su presencia constante en la feria y su respaldo a la idea de que la cultura, además de necesaria, puede ser institucional.
Bienal de Novela, un legado literario
De esa alianza surgió también la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, organizada por la Cátedra Vargas Llosa, una institución académica internacional fundada en 2011 con el objetivo de difundir su obra y promover la literatura contemporánea en lengua española. Aunque la Cátedra tiene sedes y alianzas con universidades de varios países, durante casi una década encontró en la FIL Guadalajara su espacio natural.
La bienal se celebró en esta ciudad en 2014, 2016, 2019, 2021 y 2023, con el apoyo clave de la Universidad de Guadalajara y la Fundación UdeG. Reunía a escritores de toda Iberoamérica y entregaba un premio de 100 mil dólares a la mejor novela escrita en español, en un acto donde la conversación literaria se trataba como un bien público. Vargas Llosa participaba en las actividades, escuchaba a los finalistas, debatía con los jurados, y, sobre todo, reafirmaba su creencia en la novela como espacio de resistencia intelectual.
La edición de 2023 tuvo una carga especial: fue la primera sin Raúl Padilla. Vargas Llosa le rindió homenaje con una frase discreta, pero certera: “Uno de los grandes promotores culturales de nuestro tiempo”. Tras la muerte de Padilla, la bienal se trasladó a Extremadura, España, y la colaboración activa entre la Cátedra Vargas Llosa y la FIL, que había sido constante y fructífera, llegó a su fin. No hay en Guadalajara una sede formal de la Cátedra, pero durante casi un decenio, la FIL fue su principal escaparate en el mundo hispanoamericano.
También participó en celebraciones importantes dentro de la feria, como los 50 años de Conversación en La Catedral, donde se habló menos del argumento y más de la pregunta que lo atraviesa: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Esa pregunta, con ligeras variaciones, sirvió para pensar también en otros países, en otras derrotas, en las esperanzas que se marchitan con las elecciones.
No es un secreto que, en sus últimos años, su figura pública se volvió más polémica que su literatura. Apoyó a políticos conservadores, escribió columnas incendiarias y defendió el liberalismo con una vehemencia que para muchos resultaba anacrónica. Le llovieron críticas. Lo llamaron “facho”, reaccionario, patriarca ilustrado.
El escritor peruano Mario Vargas Llosa murió ayer, en Lima. Pidió no tener ceremonias públicas. Quería irse en silencio. Como si la literatura ya hubiera dicho todo por él. Pero en Guadalajara —donde la FIL es, para muchos, una segunda patria— su voz seguirá resonando. En los pasillos, en los auditorios, en los lectores que todavía subrayan frases de La ciudad y los perros, su sombra permanece.
Vargas Llosa no fue un invitado de temporada. Fue parte del entramado intelectual de la FIL. Un huésped perpetuo que no necesitaba invitación. Alguien que, incluso con sus ideas más discutibles, obliga a pensar.
Además de su protagonismo en la FIL y la Bienal, Vargas Llosa también fortaleció los lazos académicos con instituciones mexicanas a través de la Cátedra Vargas Llosa, que realizó actividades paralelas durante la feria, como seminarios, coloquios y encuentros con jóvenes escritores. En varias ediciones, se organizaron talleres y conferencias magistrales en universidades de Guadalajara con su participación directa o la de autores vinculados a su obra, ampliando así el alcance formativo de la feria más allá del recinto ferial. Esta colaboración contribuyó a posicionar a la FIL no solo como un espacio editorial, sino como un nodo de pensamiento literario contemporáneo.
MC