Jesús Francisco Flores Medina no nació en un hospital, ni entre pañales limpios ni abrazos cálidos. Nació entre polvo, acero retorcido y los últimos latidos de su madre, que con las manos cubrió su vientre hasta el final. Es el sobreviviente que la Ciudad de México bautizó como el Niño Terremoto.
El 19 de septiembre de 1985, cuando el edificio San Camilito se vino abajo en Garibaldi, Jesús apenas tenía segundos de vida y ya estaba condenado a cargar con una historia que no pidió: la muerte de su madre y la extinción de una familia entera. Fueron tres días bajo los escombros, protegido únicamente por el vientre abierto de la joven de 17 años que lo trajo al mundo.


La abuela fue quien se abrió paso entre soldados incrédulos y polvo tóxico. Se cuenta que llegó a cachetear a un militar para que la dejaran pasar, compró una navaja de rasurar en una tiendita y, con un gesto que desgarra solo imaginarlo, abrió el cuerpo de su hija para sacar a su nieto. El bebé fue estabilizado de milagro, mientras alrededor se contaban los muertos por decenas.
Cuarenta años después, Jesús recuerda esa escena no como un testigo, sino como el heredero de un relato que lo marcó antes incluso de tener memoria. “Vivir solo, sin mamá, sin papá, sin familia… sólo con el apoyo de Dios”, dice, con un tono que mezcla resignación y fe.

Hijo de una familia de mariachis, creció bajo el cuidado de su abuela. Ella le repetía la hazaña del rescate y la crudeza de aquellos días. Con el tiempo, la fama lo persiguió: entrevistas, fotos, titulares de periódico lo presentaban como símbolo de resistencia. Pero detrás del apodo ruidoso de Niño Terremoto se escondía un vacío que nunca terminó de llenarse.

Cada 19 de septiembre, Jesús se da un permiso distinto: festeja su cumpleaños, no el que dicta el acta oficial del 22, sino el día en que la tierra tembló y su madre murió para darle vida. Lo hace de manera austera: con cariño, respeto y su obsesión más íntima, los trenes a escala.
“Me compro uno, o hago una exposición, llevo casi 20 años celebrándolo así”, cuenta.

El regreso a San Camilito todavía le duele. Caminar sobre esas ruinas —donde quedaron sueños, cuerpos y una parte de él mismo— lo obliga a mirar de frente a la muerte que lo parió.
“Aquí quedó todo… los sueños, las ilusiones, la familia”, murmura con la voz quebrada.

Hoy, Jesús carga 40 años con un nombre que nunca pidió. No conoció a su madre, pero conserva un grito de amor atorado en la garganta:
“Que la amo… que aunque no hubiéramos tenido nada, un abrazo suyo hubiera bastado. Imagínate: nunca tener a tu mamá”.

San Camilito fue demolido. Los hogares, borrados. Las vidas, aplastadas. Pero la de Jesús es prueba de que la furia de la tierra no pudo con la obstinación de una madre.
Nació en una catástrofe. Y sobrevivió para contarlo.
SNGZ/ HCM