Cultura

¡Vade retro, internet!

¿Cuántos minutos quieres de libertad?”, me interroga el programa, nada más iniciarlo. Así se llama: Freedom, y es la primera vez que lo echo a andar, de manera que lo hago con algún nerviosismo silvestre. No es, por cierto, un programa que exija aprendizaje. Basta con definir el tiempo del que quieres disponer y dar la contraseña del equipo. Un instante después, te desconecta. Le he pedido, como a un genio benigno, 180 minutos sin internet. A partir de ese instante se va la red completa. Estoy de vuelta en la primera mitad de los noventa. No sé lo que es un módem, ni entiendo de señales en el aire, ni jamás oí hablar de algo como un teléfono inteligente.

En principio, la sensación es menos libertaria que angustiante. Si quisiera volver a conectarme, tendría que reiniciar la computadora. De otro modo el programa la mantendrá bloqueada. Tendría que sonarme suculento: tres horas nada más que para escribir, sin distracciones vanas ni tentaciones intempestivas. Sin toda la jodienda que en los recientes años ha dado al traste con la concentración. Nadie que se proponga parir líneas y párrafos a un ritmo más o menos sostenido podría digerir al mismo tiempo las oleadas de datos que vienen sin cesar en la forma de avisos, pendientes, anuncios, mensajitos, recordatorios y otras moscas jodonas que inevitablemente naufragan en la sopa.

De pronto se me ofrece una consulta: ¿cuánto cuesta el programa de marras? ¿Diez o veinte dólares? Imposible saberlo, por lo pronto. Estoy usando apenas la versión de prueba, quedan cuatro sesiones antes de que me obliguen a comprarla. Trato de hacerme trampa y consultar el dato en el teléfono, pero recién se le agotó la carga. En todo caso, me parece una ganga. Por una cuota que no excede los dos meses de conexión de internet, puedo librarme de ella cuantas veces se ofrezca.

Habrá quienes opinen, con sobrada razón, que bien podría ahorrarme el desembolso en Freedom desconectando el WiFi cada vez que se ofrezca, pero suelo ser débil en esta clase de resoluciones. Necesito un prefecto insobornable. Ahora que ya han pasado setenta minutos de haberme sentenciado a tres horas offline, la sensación es de calma profunda. Algo muy similar a sentarse a escribir abordo de un avión; la única diferencia es que éste es un avión particular. Nada de sobrecargos, ni gente que platica, ni bebés que berrean.

Si no recuerdo mal, escribir de este modo era una delicia. Se compraba uno tiempo para poder vivirlo sin tener que medirlo, ni percibirlo al fin, una vez sumergido en los renglones y alerta solamente a lo importante. ¿No es así, por ejemplo, como se dan los besos más eficaces? O se daban, al menos, porque hoy en día abundan los amantes que viven más atentos al WhatsApp que al llamado imperioso de la hormona. Ninguno olvidaremos los primeros minutos que pasamos en línea. Solamente hacer clic en el ícono con la imagen del globo terráqueo que prometía llevarnos a “navegar”, invocaba a una especie de magia futurista cuyo magneto era más que bastante para arrastrarlo a uno por noches infinitas de vigilia voraz y deslumbrada. A saber cuántos gozos otrora favoritos se negó uno a sí mismo en esos menesteres.

“¡Te vas a volver loco!”, me había prometido un buen amigo, por ahí de 1996, y hasta me ofreció gratis la conexión. Desolado, debí explicarle entonces que mi computadora era algo vieja y no tenía módem, ni cd-rom siquiera. Hoy que tengo una MacBook y pago para estar desconectado, compruebo que mi amigo no mentía: llevo década y media consagrada al proceso de enloquecer. ¿Y cómo no, si dondequiera que ando experimento el ansia de conectarme y el mensaje NO SERVICE me relega al espacio sideral?

Miro el reloj: aún me quedan ochenta minutos de escribir sin que nada me moleste. He olvidado la angustia. Jódanse los e-mails; púdrete, World Wide Web; hazte p’atrás, iMessage; cállate, pinche Twitter. No lo tomen a mal, pero es que ahora me estorban y ya los veo tan lejos que me gana una risa lastimosa. Me resisto a creer que sólo por ustedes me negara el placer de irme a nadar a solas en las suntuosas playas del carajo.

Escribo en un programa que mezcla ciclos sonoros y replica el sonido de las teclas de una máquina de escribir. Carece de botones y menús, quedan sólo palabras en la pantalla. Una vez embutidas las orejas en el claustro uterino de los audífonos, con La Red tan lejana como el resto del mundo, las palabras ocurren, escurren y discurren a una velocidad que quien esto pergeña tenía tan olvidada como el uso del líquido corrector. Pasadas las tres horas, la red vuelve. Consulto al fin el precio: diez dólares. ¿Ciento cuarenta pesos por escribir contento desde el 95? Una ganga, me cae.

Google news logo
Síguenos en
Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.