¿Tengo que profesar su religión, compartir procedencia, llevar la misma sangre o empatar en costumbres para darme también por afectado?
En alemán se dice Vernichtung. Era uno de los términos más socorridos en los discursos de Hitler. En principio hacía falta exterminar el derrotismo, la corrupción, el crimen y otras calamidades ciudadanas. Es decir, reducirlos a cenizas, extirparlos del mapa, fumigarlos.
Ya entrados en las ganas de arrasar, con su líder babeando de una rabia extremadamente contagiosa, muchos de los presentes encontrarían justo y necesario que asimismo las ideas y creencias proscritas por el Reich, y de paso quienes las profesaban, pudieran ser objeto del mismo tratamiento exterminador.
El veneno del odio surte efecto cuando se hace costumbre. Cualquier día ya no se le distingue –luego entonces, ya no se le señala– porque se ha vuelto parte del paisaje. Desear lo peor para otros, a quienes se ha dejado de considerar humanos porque ya se les culpa de todos nuestros males, es también una forma de compensación, amén de un alimento para el frágil orgullo del acomplejado. Odiar es existir no más que para eso. Quienes odian así hacen suyo el derecho, el deber y la excusa para arrasar con todo lo que escape a su obtusa comprensión.
Hay ciertas expresiones de por sí dolorosas cuya sola mención le pone a uno la carne de gallina, como ocurre con “campo de exterminio”. Cuentan que el mismo Himmler vomitó después de atestiguar una matanza de judíos a manos de sus Einsatzgruppen, tras lo cual procedió a reconocer “el valor de este gran sacrificio”. Se supone que ni los peores asesinos son totalmente inmunes a sus grandes vilezas, pero hasta allí caben las excepciones.

Los nazis –y esto no es un atenuante– al menos se ocupaban de ocultar ante el mundo sus campos de exterminio, en tanto no había forma de justificarlos ante cualquiera que no fuese un fanático. Los exterminadores de nuestra época no nada más se ahorran el pudor, sino además se graban en video y lo exhiben a modo de trofeo para consumo del planeta entero. Los “infieles” del mundo tendríamos que entenderlo: más que aterrarnos, buscan exterminarnos.
He oído a más de uno decir que los judíos “deben de estremecerse” cuando miran imágenes del Holocausto. ¿Nada más los judíos?, cabría preguntarse, con los pelos de punta. ¿Tengo que profesar su religión, compartir procedencia, llevar la misma sangre o empatar en costumbres para darme también por afectado? ¿He de ser ucraniano o israelí para sentir el peso de una infamia sin nombre que a cualquiera le pone la carne de gallina? ¿Qué clase de gandul puede cruzarse de hombros y aun regocijarse porque todo eso ocurre en otra parte y no afecta su vida ni a los suyos?
¿Y qué tal los caguetas que celebran y aplauden la masacre de niños y civiles, en nombre de sus propias frustraciones, o acaso en conjunción con una ideología rencorosa? No parece un secreto que el antisemitismo en general es fruto de la envidia mal refrigerada, ni que el odio habla más de quien lo paladea que de quien lo padece. Tampoco es un misterio que el objetivo expreso de Hamás –vale decir su misión en la vida– es la aniquilación del Estado Judío con todo y ciudadanos. El exterminio, pues. Se trata de acabar hasta con los vestigios del estigmatizado.
¿Qué busca Hamás? Cómplices. Los tiene en todo el mundo, por supuesto, pero más nunca sobran. Gente que justifique sus atrocidades, o que los equipare con sus víctimas, o que ponga de ejemplo su “valentía”. Me pregunto qué clase de valentía hace falta para asesinar niños, violar adolescentes, decapitar mujeres y secuestrar bebés, con el poder de un gobierno detrás y el apoyo de un régimen teocrático que entrena y patrocina terroristas.
No es su Dios, claro está, quien los hace valientes, si lo que necesitan es el puro permiso para ejercer la más abyecta de las cobardías, y ese se lo dan solos en el nombre de un Dios sediento de exterminio. Por eso digo que esto no es terrorismo, sino concretamente genocidio. ¿Hay que volver a Nuremberg para entenderlo?