Llegué a considerar la posibilidad de renunciar al teléfono móvil, igual que otros albergan la quimera de mudarse a la selva...
Hace un par de horas que aterrizó en mi casa. Me incomoda decirlo, pero es verdad que lo miro con miedo, cual si en vez de un teléfono inteligente fuese el objeto mismo de algún turbio amorío que habrá de secuestrar mi voluntad y tornarme pelele de sus caprichos. ¿Pero no es eso mismo lo que aduce el dipsómano de la botella, como si el responsable fuera el fabricante? Pues ahí está el problema: se teme uno a sí mismo, en realidad, puesto que bien conoce sus flaquezas y no está muy seguro de saber controlarlas.
Me gusta presumir de que jamás me aburro, si bien no estoy seguro de que diría lo mismo en ausencia del trasto redentor. Lo de menos sería justificarme con el cuento de que aprovecho el tiempo como nunca en mi vida, cuando lo cierto es que mato las horas con una impunidad que me avergüenza. Nadie lo sabe, claro, o eso es lo que yo creo para aliviar un poco la conciencia. Si me miran y estoy jugando al Toon Blast, o tal vez divagando en una red social, automáticamente frunzo el ceño para que se figuren que estoy analizando alguna hoja de cálculo.
Mi teléfono viejo tenía la pantalla constelada de rayas luminosas, entre las cuales me afanaba leyendo como quien mira al mundo entre rendijas. La ventaja de tanta incomodidad es que después de un rato me fastidiaba y botaba al demonio el aparato. Y si insistía en usarlo, no tardaba la pila en agotarse y librarme del hábito malsano de forzar las retinas sin motivo. Para colmo, me habían cancelado la línea: sólo entraban llamadas por WhatsApp y datos por wifi. Salía, pues, a la calle con la ilusión de estar en 1985. De pronto disfrutaba de saber que nadie iba a encontrarme, y que si había algún asunto urgente no me iba yo a enterar hasta que me dignara regresar a la casa.
Llegué a considerar la posibilidad de renunciar al teléfono móvil, igual que otros albergan la quimera de mudarse a la selva y ser en adelante nada más que salvajes, pero sucede que el infame aparato ha hecho trizas lo que alguna vez fue mi integridad moral. Vamos, me he corrompido, igual que todo el mundo, y estos bobos desplantes de independencia no son sino rabietas que de aquí a poco tiempo –cuando haya terminado de escribir estas líneas– se habrán difuminado para ceder el paso al furor del escuincle con su juguete nuevo. Dudo mucho, por tanto, que hoy me duerma temprano.

Hace casi veinte años que estrené la primera prótesis electrónica. Era un Treo con pantalla a color y teclitas plateadas donde llegué a escribir un par de artículos, además de matar algunas miles de horas jugando bolichito, tetris y solitario. De entonces para acá experimento una extraña inquietud cuando no está conmigo el aparato, como si me faltara un órgano o un miembro sin el cual no consigo estar en paz. Me he acostumbrado así a tener la atención permanentemente dividida, de modo que no siempre logro seguir el hilo de una conversación, y de paso acostumbro interrumpirlas para buscar un dato en Wikipedia que a mi entender las enriquecerá, aunque a menudo ocurra lo contrario porque el esfuerzo acaba por ensimismarme y suelo ser el último en notarlo.
No negaré que escribo esta columna bajo la vigilancia del nuevo aparato. Lo miro de reojo, para que crea que lo menosprecio, pero él sabe muy bien que me comen las ansias por ya manipularlo, y una vez que lo haga será algo complicado traerme de regreso a lo que un día llamé vida normal y hoy no es más que el espacio que transcurre entre que apago el chunche y lo vuelvo a encender. Lo dijo Juan Marsé con su novela: Un día volveré.