
“¡Este es un aparato para toda la vida!”, presumían los vendedores en la antigüedad para justificar su precio exorbitante. Las personas pudientes, y aun las semipudientes, se deshacían de todos esos pesos con tal de nunca más tener que reemplazarlo, y acaso compensaban el desembolso jactándose a menudo del carácter perenne de su compra.
“¡Estos ya no los hacen!”, estimó el técnico del refrigerador y no sé si sentirme satisfecho por eso o recordar que al técnico le conviene muy poco que me compre uno nuevo. Por lo demás, mi casa está repleta de objetos que ya nadie fabrica. Cosas descontinuadas que encuentra uno vigentes por motivos ajenos al recto raciocinio. Basta con que te mudes a un nuevo domicilio para que salten las interrogantes —atinadas, quizás, aunque no bienvenidas— en torno a aquellas cosas que ya no deberías conservar. Tu esposa, por supuesto, lo tiene mucho más claro que tú.
–¿Qué no piensas tirar esa tele tan vieja?
–Es una Trinitrón de 42 pulgadas. ¿Cuándo has visto un cinescopio de ese tamaño?
–¿Hará ya cuántos años que no la prendes?
–Mi papá tiene una de 1968. La nuestra es de 2005.
–¿Crees que todavía sirva?
–¡Claro, si es de las de antes!
Tirar computadoras, videocaseteras y cientos de diskettes a la basura es uno de esos actos que vivo posponiendo, tal vez porque percibo —o así quiero creerlo— que con ellos se iría la esencia de recuerdos hoy todavía vívidos, de los que me resisto a prescindir. No puedo, sin embargo, alegar que me siguen siendo útiles. Hace ya mucho tiempo que se quema uno el sueldo en artilugios mágicos que de aquí a pocos años habrán de ser basura.
Otros, a estas horas, hacen corte de caja e inventario del año que termina. Qué les dió, qué les queda, qué les arrebató. Operación que algunos masoquistas realizan, para colmo, enfrente del espejo. Entiende uno que el rostro es, efectivamente, un accesorio para toda la vida, y ante la certidumbre de que año con año se irá echando a perder, resulta preferible hacer las cuentas a partir de otra clase de caducidades, de seguro más prontas y menos lamentables.
Hoy mismo en la mañana abrí los ojos con la noticia de que la lavadora se descompuso. “¡Pero si es casi nueva!”, respingué, estupefacto. Hice entonces memoria y caí en cuenta de que la lavadora de la casa está apenas cumpliendo dieciocho años. Naturalmente, lo que más me molesta no es que mi lavadora esté decrépita, sino que me pregunto dónde fueron a dar doscientos cuatro meses de existencia. ¿Qué baja calidad tendrá mi propia vida, que tan poco parece ya durarme?
Escribo esta columna en una MacBook que recién ha cumplido los cinco años. Es decir que es dos años más joven que el celular, mismo que ya hace tiempo despierta la piedad de mis amistades y no me da la gana reemplazarlo. ¿Cuántas computadoras me quedarán de vida? ¿Qué edad tendré cuando ya no le entienda al último teléfono? ¿En qué rancio momento me tocará aceptar que sigo vivo pero, ay, descontinuado?
Tanto y tan despiadado tiradero supone cuando menos el consuelo que da el nuevo aparato, cuyas innovaciones nos contagian de un raro sentimiento juvenil que opera como bono de supervivencia. Me renuevo, luego prevalezco. Con mi padre, no obstante, sucede lo contrario: llegó tarde a la era digital, cada nuevo adelanto lo deja más al margen del paisaje. En su mundo lo bueno, lo confiable, lo honesto solía ser lo que duraba, o pretendía durar, para toda la vida. Las personas compraban aparatos cuyo funcionamiento podían entender, y también reparar al paso de los años. Hoy que todo se ha vuelto vertiginoso, la única probable garantía es que nada ya dura, porque al fin el progreso vive de producir caducidades. No me hagan mucho caso, pero tengo esta idea improductiva de que las vidas de hoy, incluso las más largas, duran bastante menos que las de antes.